A ratos, la opinión pública parece atrapada entre dos visiones opuestas respecto de las nuevas generaciones: una excesivamente benigna que idealiza a los jóvenes como almas puras y otra exageradamente crítica con ellos.

La verdad es a veces más aburrida, compleja y desapasionada: hay algo de esto y algo de aquello. La filósofa francesa Chantal Delsol concibe la modernidad como una tensión entre dos ideas: el arraigo y la emancipación. Habría en nosotros una pulsión que nos empuja a buscar echar raíces o pertenecer; y a la vez, una inclinación hacia la emancipación, hacía abandonar aquello que nos pesa y, en definitiva, nos hace buscar un camino propio y original.

En principio, se intuye que en los más jóvenes aparece más marcado un ideal emancipatorio. Quizás la demostración más evidente de esto es su comportamiento electoral y coqueteo constante con ideas políticas refundacionales, como las que primaron en la Convención: no hay mucho que conservar del orden vigente, ni mucho que rescatar de una historia de despojo y opresión. Pero esa interpretación es insuficiente, porque olvida que toda persona alberga también algo de arraigo.

Los jóvenes valoran la pertenencia, sólo que en ocasiones dichas ansias se manifiestan más bien como búsqueda. Por ejemplo, cabe preguntarse si detrás del identitarismo y tantas causas o movimientos a los que se entregan con devoción muchos jóvenes hoy en día ¿no existe acaso un anhelo de comunidad, de compartir horizontes de sentido y, en último término, una búsqueda de arraigo?

Comprender esta tensión no es algo anecdótico: debe preocupar si es que interesa ofrecer respuestas coherentes a la juventud. El desafío es mayúsculo, pues solemos vivir entre medio de proyectos políticos y respuestas existenciales que enfatizan un aspecto por encima del otro.

Desde un decidido reformismo, capaz de cuidar nuestra democracia y sus sufridos logros al mismo tiempo que se hace frente a sus carencias y las de los más desaventajados, quizás sea posible esbozar un camino inicial a recorrer.