Unánime fue la aprobación del proyecto de ley que reduce la jornada laboral ordinaria de 45 a 40 horas, el mes pasado en la Comisión de Trabajo del Senado. Se trata, sin duda, de una señal positiva para quienes creemos en la conciliación entre el trabajo y la vida familiar.
Por supuesto, existen riesgos asociados a este tipo de reformas. Por ejemplo, el incremento de los costos laborales para las empresas puede tener incidencias en los salarios y el empleo. Ahora bien, de acuerdo a la evidencia, para mitigar efectos no deseados debemos concentrarnos en dos tareas: implementar la norma con gradualidad y presionar al alza la productividad de los trabajadores.
En cuanto al primer elemento, parece haber bastante consenso en que implementar la reforma en un periodo de 5 años será suficiente para que las empresas se anticipen y adapten su estructura de costos. Habría que preguntarse si pequeñas y medianas empresas, considerando el delicado contexto económico por el que transitamos, podrán gestionar con suficiente antelación eventuales incrementos en sus costos y si los incentivos a la anticipación son lo suficientemente robustos. Puede ser pertinente abrirse a la discusión de extender plazos de gradualidad y ajuste voluntario, considerando la sensibilidad del sector a shocks de este tipo.
La segunda tarea, pero no menos importante, consiste en incrementar la productividad. Desde IdeaPaís, la Comisión Nacional de Productividad y otros actores de la sociedad civil entendidos en el tema, hemos sostenido que para lograr incrementos en productividad se debe complementar la implementación de la reforma con medidas que apunten a flexibilizar la jornada laboral. En esa línea, uno de los elementos relevantes de la discusión actual fue la apertura del gobierno para incorporar nuevas medidas de flexibilidad al Proyecto de Ley. Así, se estableció la posibilidad de extender la base de cálculo de jornada de 5-6 días (establecido en el actual Código del Trabajo), a 4 semanas y con un máximo de 45 horas semanales mediante acuerdos colectivos entre empleado y empleador.
Ahora bien, si analizamos la experiencia comparada con países que implementaron reformas de magnitudes similares, y que, en miras a mitigar lo máximo posible efectos perniciosos planificaron mecanismos de implementación flexibles, pareciera que la indicación incorporada por la Comisión puede tener un impacto acotado.
Ilustrador resulta el caso de Portugal que, cuando implementaron su reforma laboral en 1996, tenían una productividad por hora similar a la de Chile hoy. Con el fin de minimizar efectos no deseados, implementaron la reforma con medidas de flexibilidad, estableciendo que las 40 horas semanales debían ser calculadas en periodos de 4 meses. Estudios sobre los efectos económicos asociados a la reforma en Portugal concluyen que medidas de este tipo ayudaron a las empresas a ajustarse a los nuevos costos laborales y a mitigar efectos no deseados a nivel de empleo. Así también lo hicieron países de la Unión Europea (Francia, España, Alemania, Holanda, Suecia y Dinamarca), donde la base de cálculo de la jornada puede pactarse en periodos de hasta 52 semanas, mediante acuerdos colectivos . Esto es 13 veces más que lo propuesto por la Comisión.
Pareciera que, luego de la jornada de discusión en la Comisión del Senado, la flexibilidad llegó para quedarse. En ese sentido, y en miras de lo que traiga la discusión del proyecto en sala, puede ser positivo tomar la evidencia disponible sobre cómo medidas más amplias de flexibilidad ayudan a reducir efectos no deseados, a aumentar la productividad y, por supuesto, a conciliar el trabajo con una de las instituciones más importantes de nuestra sociedad: la familia.
Juan Pablo Lira, Investigador IdeaPaís, publicada por diario Financiero en la edición del 17 de febrero de 2023