Los movimientos feministas han basado su argumento en una simple pero profunda observación: durante mucho tiempo -o desde siempre- las mujeres han sido subordinadas de múltiples maneras. Pero poco se ha hablado de las implicancias que tiene para el hombre esas relaciones de poder que el feminismo viene a cuestionar. ¿Son los hombres libres de ser emocionales, sensibles, empáticos y cuidadores? ¿O al mismo tiempo que se exige que las mujeres sean de una determinada forma, se impide a los hombres serlo de otra?

Históricamente, los hombres han detentado posiciones de poder y gozado de privilegios que las mujeres carecen. Sin embargo, ese poder está viciado. Por el hecho de ser hombres, gozan de poder social y de privilegios, pero al mismo tiempo, por la manera como se ha configurado ese mundo de poder, genera restricciones, aislamiento y alienación. Tanto en mujeres como en hombres.

No se trata de equiparar el dolor de los hombres con las desigualdades estructurales que sufren las mujeres. Más bien, se trata de decir o plantear que tal vez el feminismo no sólo busca la igualdad y el empoderamiento de la mujer, sino que también, la liberación del hombre.

En efecto, existe paradojalmente en la vida de los hombres una extraña combinación de poder y privilegios, y a la vez, de dolor y carencia de poder. Por un lado, su derecho a educarse y sufragar nunca ha sido cuestionado, no se les ha pagado menos por hacer lo mismo que una compañera de trabajo, ni han tenido que compartir su ubicación en tiempo real cuando caminan solos por la noche. Pero, por otro lado, los hombres han sido programados socialmente desde muy temprana edad con la idea de alejarse lo que más puedan de lo que caracteriza el comportamiento de mujeres o niñas. No mostrar sentimientos, inseguridades, emociones. Es decir, en última instancia, no demostrar fragilidad ni vulnerabilidad.

Estas contradicciones radican principalmente en roles, expectativas o ideas acerca del comportamiento supuestamente apropiado para cada sexo. Y si bien la masculinidad es, en esencia, distinta a la feminidad, lo cierto es que nociones como que el hombre es dominante, fuerte, proveedor y agresivo, y que la mujer es sumisa, sensible, delicada y emocional, se aprenden mucho antes de que se tengan conocimientos conscientes acerca del mundo. De esta forma, construimos nuestras personalidades e identidades en base a ideas estáticas y hegemónicas de lo que significa ser mujer y hombre.

En términos más concretos, la adquisición de esta concepción estereotipada de la masculinidad es un proceso a través del cual los hombres llegan a suprimir toda una variedad de emociones, necesidades y posibilidades, tales como el placer de cuidar de otros, la receptividad, la empatía y la compasión, experimentadas como inconsistentes con el poder masculino. Sin embargo, tales emociones y necesidades no desaparecen, sino que se suprimen al ser asociadas con la feminidad que tanto se ha rechazado en la búsqueda de la masculinidad.

Estas experiencias contradictorias producto del poder viciado pueden ayudar a comprender de mejor manera el proceso de adquisición del género para los hombres, y el carácter complejo de las formas dominantes de la masculinidad. Y, al mismo tiempo, presenta una oportunidad única de relación potencial con el feminismo. Única, porque rara vez se ve que miembros de un grupo dominante apoyen la liberación de sus dominados, y de cuya subordinación se vean beneficiados.

En ese sentido, el feminismo no es el odio ni la promoción de la confrontación entre sexos. Por el contrario, es la lucha por que todos los hombres y todas las mujeres, sin distinciones ni discriminaciones, tengan los mismos derechos y oportunidades. Oportunidades para ser sensibles y también para ser fuertes. Para ser cuidadores y al mismo tiempo proveedores. Porque, si la realidad es que los hombres detentan un poder que está viciado, ¿es del todo poder?

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Emilia García, Investigadora de IdeaPaís, publicada por diario La Tercera, en la edición del 08 de Marzo de 2023