El narcotráfico no se relaciona solo con la venta de droga y el consumo, es decir, no se limita solo a su lógica de comercio ilegal. De ahí a que el problema no sea reducible a su legalización para solucionarlo. El mercado de drogas es el punto de partida, pero a medida que se propaga conlleva a una dificultad mucho más grande, pues permea al punto de consolidarse como una manifestación cultural. El modo de vida del narcotraficante ofrece un sentido de pertenencia a grupos marginalizados que carecen de orientaciones vitales. Además, las lógicas imperantes en el ejercicio de su “extrema violencia” adquieren una connotación prácticamente espiritual y se expresan para consolidar jerarquías y segregación entre los que no pueden manejar ese estilo de vida. Estos elementos generan un atractivo para quienes viven en una condición de pobreza material y existencial. El narcotráfico, entonces, ofrece una alternativa que comienza a consolidarse como una forma de vida social. Es aquí donde se puede hablar propiamente de una narco-cultura y que se constituye fundamentalmente desde la violencia y el retroceso del Estado.
Esta violencia de la narco-cultura no es una violencia irracional, los narcos la ejercen con propósito. Es lo que les permite mantener el poder y el control sobre los territorios, enviar mensajes a grupos rivales y de esa manera consolidar su expansión en la sociedad. Se utiliza también para disuadir progresivamente la presencia del Estado, de allí se comprende que en las lógicas del narco, las amenazas en contra de las autoridades se vean como recurrentes. Pero la violencia de la narco-cultura tiene otra arista incluso más absorbente. Uno no tiene por qué interponerse de manera directa en esta cultura para estar constituido en ella. Las familias que cambian radicalmente su estilo de vida para sobrevivir ante la violencia del narco también quedan insertas en las dinámicas de su cultura. Como espectadores inocentes, establecen una relación de subyugación y ante la ausencia del Estado, la violencia se reproduce entre las nuevas generaciones como la única posibilidad de “liberación”, pues mejor ser narco y vivir como un igual -dirá el niño del barrio-, a estar sometido por las reglas de un grupo criminal.
En Chile, en los últimos años, el despliegue de la narco-cultura está cada vez más presente. El caso de los colegios que decidieron cerrar sus puertas ante un narco funeral es un ejemplo de aquello. La comunidad educativa se priva a sí misma de poder educarse por temor a la violencia, modifican su comportamiento social y se niegan el acceso a la educación. Pero esta reacción no es algo nuevo, se ha cultivado desde hace años y no solo a través del miedo que generan los narco-funerales (que suceden desde hace mucho tiempo en las poblaciones). El control territorial del narco y el repliegue del Estado también es mayor, ahí la relevancia por ejemplo, de derribar narco-casas. No es la solución para frenar el mercado ilegal, eso está claro, pero si es un mensaje simbólico de que el Estado está recuperando presencia en espacios donde la cultura del narcotráfico ya es totalmente dominante.
Comprender el fenómeno cultural que hay detrás del narcotráfico es crucial si se quiere pensar en su solución, pues permite entender de mejor manera las condiciones sociales y políticas que han dado lugar a su existencia. Si no hay una alternativa cultural para este modo de vida social, será difícil evitar que se siga reproduciendo en la sociedad chilena.
Jorge Cordero, subdirector de estudios IdeaPaís, edición publicada por diario La Tercera 12 de abril.