La semana pasada se viralizó por redes sociales un video de un estudiante golpeando a un profesor en Rancagua. El domingo, en un reportaje, se relata la realidad de profesores víctimas de la violencia de algunos padres y las dificultades de educar en contextos tomados por el narcotráfico. En el mismo reportaje, la defensora de la niñez, declara que entre febrero y marzo de 2022 aumentó en un 73% la presencia de armas en los colegios. Los ejemplos expuestos denotan que el problema es profundo, y si bien una agenda de seguridad pública es necesaria, con el objeto de enfrentar ciertos problemas concretos en un corto tiempo, no es suficiente para atacar todos los escenarios de violencia, que se enmarcan en una crisis mucho más compleja.
Una de las aristas de la crisis de seguridad, tiene que ver con los problemas de autoridad, que han sido fuente de un profundo cuestionamiento y ponen en riesgo el orden social y el Estado de Derecho. Este cuestionamiento se da en distintos niveles: desde la falta de reconocimiento de la autoridad de gobierno -que permite ahuyentar a balazos a una ministra de Estado-, la de Carabineros y fuerzas armadas en el resguardo del orden público, hasta la del profesor como autoridad dentro de la sala de clases -controvertida por los estudiantes con el beneplácito de sus padres- o de los directores, que se enfrentan a petitorios estudiantiles, convertidos más bien en mandatos que exigen bajo la condición de no levantar las tomas o movilizaciones.
Cabe aquí una crítica a cierta izquierda que ha contribuido a deteriorar el sentido de autoridad, incluso las más naturales -como la de los padres como primeros educadores de sus hijos- bajo consignas de emancipación y horizontalidad, buscando así la «democratización» de todos los espacios. Escudados en la defensa de los derechos de los jóvenes y estudiantes, en esa rebeldía juvenil que permite cuestionar el establishment para generar los cambios sociales necesarios, han terminado por validar la violencia como método de acción política. El estallido de 2019 es sin duda el mejor ejemplo, pero también lo son las tomas o paros en las escuelas y universidades, sin consecuencias aparentes.
El problema es que, dado que no es posible nuestra organización social sin autoridad, este deterioro de autoridad institucionalizada, deviene en su reemplazo por otras, como los jefes de carteles de narcotráfico o grupos violentistas, que se erigen como autoridad moral y coercitiva, imponiendo un orden que no sigue los cánones del bien común o la paz, sino aquellos que sean útiles para sus propios intereses.
Aristas sin duda complejas, pero de no prestarles atención, si terminan siendo estas nuevas “autoridades” las que sobrevengan como los modelos a seguir de nuestra sociedad ya ninguna agenda de seguridad subsanará las consecuencias catastróficas que dejará a su paso.
Magdalena Vergara, directora de estudios de IdeaPaís, columna publicada por diario La Tercera en su edición 23 de mayo de 2023