El gobierno enfrenta desafíos mayúsculos. Pacto fiscal, reforma previsional, conflicto en la macrozona sur, crisis migratoria, seguridad pública, entre otros, se suman al elefante en la habitación que hoy representa el proceso constituyente, cuyo resultado pareciera dividir más que unir al gobierno.

El frente interno del gobierno tampoco es pacífico. Y aunque los cambios de gabinete no ocurren porque las cosas estén funcionando bien, el oficialismo ha hecho de este contexto —en particular, la salida de Giorgio Jackson— una oportunidad propicia para transmitir mensajes e interpretar el momento político. Lo más repetido fue el supuesto asedio de la oposición para evitar llegar a acuerdos. Se dijo que exigencias como la salida de Jackson eran excusas para evitar el diálogo y así trabar la materialización de la agenda progresista. Por su parte, dirigentes de la oposición se mostraron abiertos a negociar, en la medida de que el gobierno abandone posturas «refundacionales», como la asignación del 6% a un seguro social.

Ambas aproximaciones tienen problemas severos. El estado actual de las cosas exige, más que nunca, una disposición real de dialogar, impulsada por el ánimo de llegar a acuerdos. Chile atraviesa serios problemas de legitimidad institucional e inestabilidad económica como para que quienes deben tomar decisiones se den el gustito de no conversar.

En esta polémica se advierte, de lado y lado, que existe una comprensión antojadiza sobre lo que significa dialogar. Cuando el gobierno en lugar de reconocer que en estos asuntos existen profundas discrepancias de fondo entre oficialismo y oposición, denuncia excusas baratas para oponerse «porque sí», le hace trampa a la discusión política. Aceptar el disenso es condición necesaria para comenzar a dialogar. La diferencia de visiones es constitutiva del diálogo. Un espacio de negociación parecido a una oficina de partes, donde una fuerza política se allana exante y acríticamente a la otra, no se llama diálogo, sino imposición. Y cuando la oposición, por otro lado, pre-condiciona a ciertas posiciones políticas el sentarse a dialogar, incumple su rol de oposición, consolida el prejuicio obstaculizador que se le achaca, y renuncia a la discusión ideológica.

Tratar de «cobarditos» a quienes dialogan con los adversarios, y al mismo tiempo pedir  estabilidad y consensos, es contradictorio. Contrastar ideas para alcanzar acuerdos no transforma a ese espacio en una cocina ni un lugar adhoc para hacer arreglines políticos. Es, más bien, el único mecanismo efectivo para alcanzar estabilidad política. Ejemplo de ello es ver cómo comenzó y cómo terminó el proyecto de ley sobre las 40 horas. De lo contrario, seguiremos ahogados en medio de la tóxica polarización en que estamos estancados, y con los mismos problemas enunciados al comienzo de esta columna.

Cristián Stewart, Director Ejecutivo de IdeaPaís, columna publicada por medio La Segunda en el 17 de agosto.