Hablar de crisis en la educación es hoy un lugar común. La principal crisis es que la educación no está cumpliendo con su objetivo: el desarrollo pleno de las personas, pues, a fin de cuentas, luego de 12 años de escolaridad, los estudiantes no entienden lo que leen. Crisis a la cual se le suman los problemas de administración y gestión, que si bien importantes, son secundarios, y aún así les hemos dado toda nuestra atención. Prueba de ello es que las grandes reformas del último tiempo han tenido que ver con estos aspectos: la ley de inclusión, la desmunicipalización, la ley de educación superior. El aprendizaje, la crisis central de la educación, ha quedado en segundo plano.

Frente al plebiscito del 17 de diciembre, cabe preguntarse cuánto puede una Constitución aportar a resolver esta crisis. Sin duda, no puede mejorar las habilidades de lectoescritura, pero sí puede establecer bases fundamentales para orientar la acción del Estado y así no perder el norte de lo que debiera ser siempre su primordial tarea.

La propuesta otorga una mayor garantía del derecho a la educación. Por una parte, el Estado debe garantizar la continuidad del servicio educativo de sus establecimientos. Así, interrumpir las clases a la orden del día -como ha sido la dinámica- no será tan fácil o, al menos, no se podrá hacer sin asegurar la continuidad del aprendizaje. En simple, la propuesta reconoce que un niño que no asiste a clases, no aprende. También agrega el deber ineludible del Estado de fortalecer la educación y fomentar su mejoramiento continuo en todos los niveles y en todo el sistema. El rol de la Superintendencia, de la Agencia de la Calidad y del propio Ministerio deben siempre pensarse para la mejora continua de las escuelas, y, además, en armonía con lo que se establece respecto de la administración del Estado, deben cumplir sus labores mediante un trato digno y oportuno.

Por otro lado, permite una mejor comprensión respecto de la libertad de enseñanza. Lejos de tratarla como un derecho de emprendimiento educativo, la comprende como la natural consecuencia del derecho preferente de los padres de educar a sus hijos; así, con el fin de que puedan hacerlo del modo que determinen que es mejor para sus hijos, se garantiza la existencia de diversos proyectos educativos. Sin embargo, ello en ningún caso elude la responsabilidad que tiene el Estado en esto. Pues no se puede olvidar que ante todo está el derecho de ese niño a una educación de calidad. Es por ello que el Estado no solo dispone de medios como garantizar el financiamiento, sino también define normas para asegurar la enseñanza de contenidos esenciales.

Por último, el incorporar el deber tanto del Estado como de toda la comunidad para promover el desarrollo profesional de los profesores y asistentes permite también darle un nuevo foco a la importancia de la sala de clases, al trabajo dentro del aula y los procesos de enseñanza y aprendizaje, la gran ausente de todas las reformas.

Una buena manera de mirar esta propuesta es desde una pretensión mucho más humilde que ciertas expectativas que se plantean, en especial, ante la crisis que vivimos. Lo que se propone es un acuerdo base, donde los pilares fundamentales están dados por un rol más garantista por parte del Estado, la colaboración de las escuelas públicas y privadas para otorgar educación de calidad, y, lo más relevante de todo, que pone al centro del sistema y, por tanto, de las preocupaciones de todos los actores, al niño y su aprendizaje.

Magdalena Vergara es Directora de Estudios de IdeaPaís. Columna publicada en La Tercera, el 18 de Noviembre.