Chile vive un cambio epocal. La primera transición, la cual tuvo por objeto recuperar la democracia y sentar las bases institucionales, sociales y políticas para el progreso, llegó a su fin. La mesura tecnocrática concertacionista y la gobernabilidad que ofrecieron los 30 años no existen más. Chile es otro: el progreso económico ha reducido la pobreza y expandido la clase media; la baja en natalidad, nupcialidad y biparentalidad ha modificado la composición de la familia; el individualismo -acrecentado por la revolución tecnológica- ha desmotivado el interés en lo público; el cambio climático y los fenómenos migratorios han mutado las preocupaciones ciudadanas, por mencionar algunas dimensiones. El Chile noventero es casi irreconocible desde nuestro Chile millennial.
Y es que estamos siendo testigos de una nueva transición. La segunda transición. Las consecuencias modernizadoras y las novedades de este siglo han hecho mella en nuestro tejido ciudadano, trasladándonos a una nueva realidad que no logramos comprender del todo. Y la política, encargada natural de liderar este tránsito, no ha estado a la altura. Por un lado, una joven generación de izquierda, fogueada en Bachelet II y ungida -con graves falencias democráticas- luego del estallido, no ofrece credibilidad ni gobernabilidad. Entre medio, los viejos estandartes de los centros políticos han sido ninguneados, cuestionados o se han auto-omitido ante una desaprobación amenazante. Por otro lado, nuevos -y viejos- políticos conservadores y confrontacionales se han posicionado como la principal fuerza de la derecha, capitalizando el hastío ante la crisis de seguridad y económica, pero con magros resultados.
Sebastián Piñera lo entendió así. Tanto en el diseño de su programa como en el ejercicio de su segundo mandato reconoció que las variopintas manifestaciones -desde el estallido al surgimiento de nuevos populismos- eran el crujimiento telúrico de un Chile con nuevos rasgos. No servía liderar con fórmulas concertacionistas. Tampoco servía repetir el exitoso 5.4% de crecimiento de su mandato anterior; las urgencias sociales de la nueva familia chilena demandaban hacer frente a otros desafíos: proteger a los niños más vulnerables, fortalecer la clase media, cuidar los adultos mayores, entre otros. El mandatario, en medio de las complejidades de su ejercicio, fue depurando su significado y destino; él debía ser el hombre de la segunda transición. El líder que guíe a Chile por los caminos inciertos de una nueva realidad global. Aquel que contribuyera a habilitar -no que defina, ni mucho menos- una nueva reflexión nacional. El que facilite el tránsito a un nuevo desarrollo integral, «basado en los pilares de la libertad, la justicia y la solidaridad» (Programa de Gobierno 2018-2022). Tarea que comprendió y abrazó, envisionando un país con vocación de grandeza.
¿Tuvo éxito? Solo el tiempo lo sabrá. Lo que no se discute es la tenacidad que demostró para liderar ese tránsito. Trazó un horizonte y lo persiguió sin fatiga. Empujó reformas novedosas pensando en el nuevo Chile, incluso algunas resentidas por gran parte de su sector; transferencias directas, fin a la focalización, PGU, fin al Sename, Clase Media Protegida, entre otras. Más aún, desde el patíbulo de noviembre de 2019, tuvo la valentía de iniciar un proceso constitucional -medida que muchos seguidores nunca le perdonaron- como camino para recuperar la paz, abrazando la soledad con tal de mantener la democracia.
La historia demuestra que los platos rotos de cambios epocales los pagan sus líderes. El 21% de aprobación en su último año de gobierno da cuenta de ello. Pero eso no le quita grandeza; más bien, la confirma. Porque un buen líder no se juzga por sus aplausos, sino por el cumplimiento de su deber. Sebastián Piñera lo cumplió: fue el primer líder de la segunda transición. Los demás están por venir.
Pablo Mira, es Director de Desarrollo de IdeaPaís. Columna publicada en Cooperativa, el 9 de febrero.