El profesor Daniel Loewe aborda en este medio uno de los «problemas morales» más complejos de la modernidad: poner término a la propia existencia. En efecto, la actual esperanza de vida expone a nuestra generación a vidas de duraciones bíblicas. Esto supone sufrimientos y dilemas éticos que pareciéramos no estar preparados para enfrentar.
Loewe sostiene que la libertad de definir las condiciones de la propia muerte sería una extensión natural del control que tenemos sobre múltiples aspectos de la vida. Ese control justificaría gozar de la facultad para definir la propia muerte, que, en último término, sería una ganancia en autonomía. Así, el Estado estaría obligado a abstenerse de impedirla.
Pero las preguntas sobre la legitimidad de la eutanasia no se satisfacen desde la sola perspectiva de la autonomía, como parece sugerir Loewe. Que las constituciones garanticen derechos que el Estado debe proteger arranca de la idea de que hay ciertos bienes que es importante cuidar. Dado que se nos asegura el derecho a la vida o a la salud, es que se promueve una alimentación saludable o se previene el suicidio a través de múltiples canales. Sin ir más lejos, la discusión sobre los cuidados tiene sentido precisamente por un bien subyacente: proteger la vida humana, sobre todo en su momento de mayor vulnerabilidad.
Daniel Loewe señala «todo lo que tiene que ver con la voluntad no debiese ser rechazado por una legislación». Una frase fuerte, pero cuya fuerza no agota todo el problema, pues la eutanasia no tiene solo que ver con la voluntad. La voluntad no lo es todo. Por eso, nadie puede elegir esclavizarse, vender órganos o trabajar en feriados irrenunciables. Que una persona pueda suicidarse asistidamente, sin responsabilidad moral alguna de su entorno cercano, supone truncar los presupuestos en los que descansa la democracia liberal. Extrapolar el alcance del control a dimensiones que no dependen de él es tergiversar dicho concepto, y desconocer la interdependencia humana y los vínculos que la sustentan.
Por último, aun asumiendo que la voluntad es el único ingrediente en juego, ¿qué tan libre es quien toma una decisión de quitarse la vida? No puede omitirse esta pregunta, por fuerte que sea. Desde en un adulto padeciendo una enfermedad, hasta en un joven con una dolencia psiquiátrica, ¿no estamos viendo libertad plena ahí donde ella es más vulnerable?
Oponerse a la eutanasia no equivale a exigir el heroísmo del paciente y dejarlo indefenso frente al sufrimiento. Por el mismo valor de la vida, el Estado y la sociedad deben hacerse cargo de los dramas humanos que atraviesan los integrantes de la comunidad. La democracia liberal no puede ser sinónimo de pasividad ante las condiciones que propician el deseo de terminar con la propia vida. Solo así se podrá superar la cultura del descarte que nos carcome progresivamente.
Cristián Stewart es Director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 12 de abril.