Los entornos escolares seguros y saludables son indispensables para el aprendizaje efectivo de los estudiantes, influye positivamente sobre el bienestar socioemocional, fomenta la retención escolar y tiene un impacto positivo y duradero en la vida de los jóvenes. De hecho, para los padres, que sus hijos estén seguros en las escuelas, es el factor más relevante a la hora de elegir el colegio. Por ello, preocupa los mayores niveles de violencia que enfrentan las escuelas; y reflejan la necesidad y urgencia de promover medidas con el objeto de garantizar entornos saludables para los niños.
Con este escenario en mente, el gobierno presentó el proyecto de ley sobre convivencia escolar, con el objeto de prevenir y erradicar el acoso escolar, la discriminación y todo tipo de violencia en los establecimientos educacionales. Sin embargo, quedan dudas respecto de la efectividad de la política y el enfoque que se le ha dado.
En primer lugar, porque el proyecto de ley restringe las situaciones de violencia escolar, y asume que se origina exclusivamente en la discriminación. Esto impide poder hacerse cargo de la violencia en sentido amplio, y sobre todo de los casos más graves como los overoles blancos, uso de bombas molotov, destrucción de infraestructura, o porte o uso de armas, situaciones que quedan fuera del proyecto de ley.
También llama la atención la redefinición de “buena convivencia” que introduce, pues prioriza el cumplimiento de procesos por sobre la creación de un ambiente positivo y respetuoso, sin que se les entreguen a las escuelas herramientas efectivas y recursos para enfrentar la violencia más allá de situaciones de acoso. Esta visión burocrática, que tan mal ha hecho a las escuelas y manifiesta una profunda desconfianza hacia ellas, sobrecargará a los establecimientos con nuevos trámites y obligaciones, desviándolos del objetivo real de lograr una convivencia armónica. Por otro lado, ¿es la imposición de un marco rígido lo más efectivo para lidiar con la violencia al interior de los establecimientos? La experiencia internacional recomienda, más bien, elaborar un marco flexible que entregue herramientas diversas, que los colegios puedan elegir y adaptar conforme a sus propias realidades educativas.
Por último, la iniciativa parece acrecentar aún más la crisis de autoridad, sin atender la manera en que ésta ha afectado la convivencia en las escuelas y la relación entre los integrantes de la comunidad escolar, pues en vez de reforzar su ejercicio por parte de, directivos y docentes y promover medidas para el verdadero involucramiento de los padres y las familias, apela a que se establezcan relaciones democráticas entre toda la comunidad educativa. El problema, es que, tal como plantea Kathy Araujo, el sentido de autoridad en el contexto educativo es fundamental para la transmisión de saberes en la relación alumno profesor y en la formación de valores relacionales como el respeto. Obviar – e incluso agudizar- estos fenómenos, no parece ser el camino correcto.
Preocupa que el proyecto no se haga cargo de lo que realmente hacía falta para enfrentar la violencia escolar, reforzar el sentido de autoridad, fomentar medidas para el involucramiento de los padres, promover la formación en responsabilidad parental y socio afectiva, y entregar herramientas concretas contra la violencia. En su lugar, exige nuevas cargas burocráticas y tensiona el quehacer de las escuelas.
Magdalena Vergara es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en La Tercera, el 28 de junio.