Conocí a una mujer llamada Felicia. Conversando con ella en la Cárcel de San Miguel me dijo algo que nunca olvidaré: «Mijito, lo que pasa es que uno en la población tiene dos opciones: O se mata trabajando en la feria, ganando con cuea 200 lucas, o se pone a vender paquetitos que te entregan, ganando cinco veces más. ¡Si hasta te hacen cola afuera de la casa!». Realidad pura y dura. El narco se ha transformado no solo en una alternativa económica para familias vulnerables, sino también en un eficiente mecanismo de seguridad en entornos inseguros y hostiles.
Y es que, nos guste o no, son muchas las familias chilenas que hoy dependen del narco. Ante la falta de Estado y el desmoronamiento comunitario y familiar, grupos con gran poder económico y capacidad de fuerza se erigen como pilares donde construir un proyecto de vida. Para muchos es la única manera de cubrir el costo de una operación, financiar una mejor educación, acceder a una vivienda o comprar regalos a sus hijos. Como me explicaba Lucila, imputada por microtráfico, «no es que uno pierda sus valores; es que es tanta la necesidad que uno solo los esconde».
¿Los costos? Se los saben de memoria. Primero, la cárcel. El 56,8% de las mujeres privadas de libertad están por delitos de la ley de Drogas. Saben que las pueden atrapar y están dispuestas a «pagar el pato». Segundo, el alejamiento de sus hijos. El 83% de estas mujeres son madres y el 74% tienen hijos menores de edad. Si hay un dolor que cargan es la separación de sus hijos, motor de sus vidas y por quienes están dispuestas a pasar todo tipo de sufrimientos con tal de darles un futuro mejor. Tercero, la vida. Las «mamitas» saben muy bien que entrar en este mundo es un viaje de ida. Su contacto con personas e información sensible las vuelve esclavas de una red de inescrupulosos criminales que no dudan un segundo en terminar con sus vidas para garantizar su silencio. No toma mucho tiempo hasta que el narco muestra su aguijón: en vez de ser amigos son sus verdugos.
¿Vale la pena arriesgar la cárcel, el alejamiento de los hijos y hasta la vida por sacar adelante la familia? ¿Y si sale bien? ¿Y si esto hace que su hijo salga de la miseria? Quizás estudie en un lugar mejor, tenga un buen trabajo, una linda familia. ¿Cuál es la otra alternativa? Trabajo no hay. Acceso a la vivienda, tampoco. Educación, no sirve. Salud, una vergüenza.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo romper este círculo vicioso de pobreza-narco-muerte? ¿Cómo desmantelar este engaño? La solución es compleja y multisectorial. Sin embargo, hay algunos elementos que repiten los expertos. Por un lado, atacar la oferta. Se debe focalizar la persecución en los «narcoempresarios» que dirigen el negocio –follow the money-. Si concentramos la energía de las fuerzas de seguridad en fungibles «narcoproletarios» poblacionales no lograremos nunca el objetivo. Para ello, el proyecto de ley de Inteligencia Económica es crucial. Por el otro, atacar la demanda. Acá la teoría clásica smithiana es imposible más clara, mientras sigamos siendo los punteros de América en consumo adolescente de marihuana y cocaína, sus sátrapas oferentes seguirán pululando nuestras calles.
Pero todo esto no tendrá éxito mientras no emprendamos una cruzada nacional: Atacar la narcocultura. El narco se nutre de un ambiente social que lo valida, posiciona y motiva. No hay nada más cool que ser narco: armas, música urbana, películas y narcopop que te glorifica, fiestas descontroladas, trabajos adrenalínicos, sentido de pertenencia, reconocimiento social, respeto. A esto se suma una promesa inmejorable de consumo; ahorrarse 60 años de ardua pega y acceder a todo lo que su familia ni soñó: Mercedes Benz en la puerta, McDonald’s todos los días, ropa de marca, iPhone del año. Por más que la expectativa de vida de un joven que ingresa a una banda criminal sea de 2 a 3 años, muchos prefieren una corta vida tipo Netflix que toda una vida de feriante u obrero sin lograr lo que otros tampoco han podido. Un soñado -y profundamente errático- «win-win».
Como sociedad tenemos que ganarle al narco. Ganarle en inteligencia, en armas y prestigio. Para ello, tenemos un desafío compartido: potenciar la cohesión social, fortalecer el núcleo familiar y enamorar a jóvenes con ideales nobles desde la educación, la cultura y el deporte, dándole alas, y que no sean cortadas por la maquinaria criminal. ¿Se puede? Difícil, es verdad. Pero cuando vamos juntos sabemos de imposibles. Y este desafío es de todos, terminar con los verdugos y recuperar a nuestros amigos.
Pablo Mira es director de desarrollo de IdeaPaís. Columna publicada en Cooperativa, el 5 de julio.