El estallido social de 2019 marcó un antes y un después en la historia reciente de Chile. Este fenómeno, que no puede reducirse ni exclusivamente a la violencia ni únicamente al malestar social, nos ha exigido durante los últimos años preguntarnos dónde y cómo se gesta ese descontento que movilizó a millones de chilenos. Entre las respuestas posibles, tres destacan: la fragilidad de la vida, la frustración ante las promesas incumplidas de la modernidad y la crisis moral derivada del debilitamiento de la familia.
La fragilidad de la vida caracteriza a gran parte de los hogares chilenos, especialmente de clase media. Porque a pesar que el país tuvo avances significativos en cualquier indicador económico desde los años 90, muchas familias viven con el constante temor de volver a la vulnerabilidad ante cualquier vaivén económico, enfermedad o crisis laboral.
En efecto, un estudio de IdeaPaís sobre la fragilidad de la clase media muestra cómo este segmento cuenta con indicadores laborales, educativos, habitacionales y de salud que, en muchos casos, se asemejan más a los sectores pobres que al resto de los segmentos medios. Altos niveles de desocupación e informalidad laboral, endeudamiento excesivo, baja escolaridad y carencias habitacionales perpetúan un estado de incertidumbre que permea todos los aspectos de la vida cotidiana.
El segundo factor está relacionado con las promesas incumplidas de la modernidad. Autonomía, igualdad y mérito son ideales que han definido el discurso contemporáneo, pero que solo se materializan para unos pocos. La idea de que el esfuerzo personal basta para superar cualquier obstáculo se tambalea frente a la realidad: la mayoría de las personas no logra escapar de las limitaciones dadas por su entorno social y económico.
Este desajuste genera frustración. Por un lado, la idea del mérito exacerba el individualismo, promoviendo la ilusión de que los vínculos sociales no son necesarios para el éxito. Por otro, la crítica a instituciones como la familia o las iglesias –consideradas coercitivas– fomenta una visión de autonomía que empuja al individuo a enfrentarse solo a un sistema cada vez más complejo. En este escenario, el individuo se encuentra aislado, cargando con expectativas casi imposibles de cumplir y sin un tejido social que lo sostenga.
El tercer y más profundo factor del malestar es la crisis moral derivada del debilitamiento de la familia. Este espacio, único en su capacidad de enseñar el amor gratuito e incondicionalidad, ha perdido su rol cohesivo de la sociedad. No solo porque los sistemas sociales (como el laboral) limitan su florecimiento, sino también por la creciente desinstitucionalización de esta como espacio para transmitir valores como la reciprocidad y la cooperación.
Cuando el éxito se mide exclusivamente por logros individuales y no por la contribución al bien común, se erosionan los lazos comunitarios. Otro informe de IdeaPaís demuestra que las familias monoparentales enfrentan mayores niveles de pobreza, vulnerabilidad y peores resultados en educación y salud en comparación con las familias biparentales. La pérdida de valores comunitarios tiene un impacto directo en el bienestar y en la cohesión social.
Esta triada del malestar —la fragilidad de la vida, la frustración ante las promesas modernas y la crisis moral— no nació ni se extinguió en 2019. Las condiciones que lo originaron aún persisten. Mientras sigan presentes la precariedad, la soledad del individualismo y el debilitamiento de los vínculos comunitarios, el malestar seguirá siendo una amenaza para nuestra cohesión social. En este contexto, es imprescindible repensar las políticas públicas desde una perspectiva que fortalezca los vínculos sociales. El camino no está en incentivar la familia como un mandato ideológico, sino en reconocerla como un sujeto político esencial.
El malestar social que explotó en 2019 es, en el fondo, una expresión del anhelo por recuperar la pertenencia y los vínculos que hemos perdido. Una sociedad que no valore la interdependencia y la solidaridad está condenada a seguir produciendo individuos aislados, frustrados y frágiles.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 18 de enero.