Chile y el mundo enfrenta una crisis profunda de gobernabilidad, identidad y cohesión social, resultado del agotamiento de los proyectos progresistas y la falta de una alternativa clara por quienes conforman el centro político -un centro bastante amplio y variado-. La combinación entre el debilitamiento de la familia y de los tejidos sociales, la fragmentación y polarización política, la debilidad institucional, las nuevas formas de pobreza y el avance del crimen organizado ha generado un contexto de inestabilidad que amenaza el futuro de la democracia y el devenir de nuestros países.
La pregunta central que se le hace al centro político es si podrá aprovechar la oportunidad para presentar un proyecto que vaya más allá del economicismo simplón, de la apelación al miedo y de la pura confrontación de identidades. Si podrá articular una propuesta política que motive esperanza.
El ejercicio político con el cual se construye un proyecto político de centro significa que éste se obliga a avanzar mediante el diálogo y la deliberación, alejándose de la pretensión revolucionaria de quien busca subvertir las estructuras para sus propios fines ideológicos, sean del signo que sean. Esta autoimposición tiembla en este tiempo en que la eficiencia de la democracia está en permanente cuestionamiento y donde los votantes corren bajo el amparo de figuras fuertes pero estridentes, claras pero simplistas.
Ante estas figuras, aparecen alternativas como la recién triunfante CDU/CDU de Friedrich Merz en Alemania, por lo cual nos parece de la mayor relevancia distinguir entre un diálogo entreguista y un verdadero diálogo democrático. El diálogo al que se auto-obliga un proyecto político centrado no puede sino transparentar sus principios que lo inspiran en primera instancia, ni tampoco puede significar matizar la obligación de una postura radical ante los graves dolores presentes en nuestro tiempo.
¿Qué graves dolores merecen una reacción radical desde este diálogo político de centro? Proponemos algunos:
Primero: enfrentamos una crisis de seguridad sin precedentes. El crimen organizado ha penetrado las estructuras del Estado, el narcotráfico se expande sin control y la violencia se ha normalizado. Gobiernos progresistas han sido incapaces de enfrentar este problema, minimizando la crisis o justificándola mediante discursos ideológicos. Todo esto en un contexto de pobreza, vulnerabilidad y desesperanza, que es caldo de cultivo para el reclutamiento de jóvenes carentes de sentido. Pareciera una obviedad la necesidad de sancionar con el mayor rigor legal todo apoyo a organizaciones terroristas, toda participación en acciones violentistas, el narcotráfico y el consumo de drogas, la acción rápida y certera contra el crimen organizado y las violaciones a la propiedad privada.
Segundo: estamos expuestos a una tremenda fragilidad institucional. Que ingresaran fuerzas armadas de un país extranjero para capturar y asesinar a un asilado político demuestra la fragilidad de nuestro sistema de inteligencia, que un error puntual del sistema eléctrico cortara la luz en casi todo el país, que nuestro principal comprador de fruta amenace públicamente con sabotear las exportaciones del año o que nuestros vecinos reciban apoyo militar desde Irán, claramente debiera levantar fuertes alarmas ante la tremenda vulnerabilidad de nuestra Nación ante amenazas externas.
Tercero: el colapso demográfico y la crisis de natalidad amenazan la estabilidad de nuestras sociedades. Sectores progresistas han promovido un discurso individualista y la sistemática deconstrucción de la familia tradicional, desincentivando la maternidad y debilitando su rol en la formación de ciudadanos responsables. Ante la rampante fragmentación familiar y un indignante ausentismo paterno, los sectores centrados se han mantenido impávidos, olvidándose de recuperar el rol social, cultural y económico de la familia, sin discursos anacrónicos ni imposiciones, sino con políticas de apoyo que hagan que esta institución sea una posibilidad real
Cuarto: vemos cómo las familias tienen cada vez más dificultad para acceder a la vivienda, acceder a una atención de salud oportuna, largos traslados por ciudades atestadas o adultos mayores que no llegan a fin de mes. Mientras, los discursos sobre un crecimiento económico equitativo se han visto monopolizados por ciertos sectores, proponiendo soluciones asistencialistas y debilitando la movilidad social con regulaciones que castigan el mérito. Por otro lado, el economicismo extremo ha ignorado que el éxito de un sistema de libre mercado depende de que haya compromiso solidario y corresponsabilidad del sector privado en el desarrollo económico..
Quinto: el crecimiento descontrolado del gasto estatal, el endeudamiento, el aumento de funcionarios públicos sin real impacto en las prestaciones sociales, todos fenómenos de un descontrol de la administración pública que termina por alimentar una justificada desconfianza en el Estado como organismo capaz de organizar a la sociedad para la consecución del bien común. Sectores de izquierda han apostado por engordar el gasto estatal, mientras que ciertos sectores ultraliberales niegan todo rol del Estado en la estabilidad y planificación del desarrollo. Con todo esto, se comienza a sentir una pesada mochila sobre los hombros de las futuras generaciones que ya ven con desconfianza el futuro en el cual les tocará desarrollar sus proyectos de vida.
Sexto (y último de este listado): la burocracia agobiante sobre un creciente número de gestiones tanto públicas como privadas. Rígidas regulaciones sobre las modalidades de trabajo, duras imposiciones a todo quien quiera emprender, todavía mayores trámites a quien quiera construir un inmueble o la imposibilidad de ponerse en contacto con la empresa de distribución eléctrica. Todos estos fenómenos vuelven exasperante la relación de las personas con sus autoridades, mermando poco a poco la paciencia de todos nosotros.
El desafío del centro político no es sólo contener a los extremismos de lado y lado, sino liderar una transformación basada en valores sólidos, compromiso y visión de futuro. Se requiere una radicalidad, pero no una que signifique revolucionar la institucionalidad mediante la violencia y eslóganes simplones, sino una radicalidad democrática que sepa poner los énfasis allí donde duele, saber diagnosticar con seriedad y enfocar todos los esfuerzos vitales por impulsar proyectos políticos que sepan acoger las inquietudes con la debida radicalidad que merecen las crisis -entre muchas otras- que hemos mencionado en este espacio.
Michael Comber es director de formación de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 01 de marzo.