Las determinaciones de candidaturas parlamentarias, como suele suceder, son de difícil acuerdo. Las negociaciones, con un sistema de partidos fragmentado y con incumbentes de peso, es de aquellas ingratas labores de la política: muchos son los heridos en el camino, muchos los intereses por encajar y muchos los nudos por resolver.
Una de las principales incógnitas era conocer si los partidos políticos se inclinarían o no por inscribir a personajes con procesos judiciales en curso. El desenlace de los casos más emblemáticos es conocidos: el diputado Calisto (cuyo desafuero ya fue visado por la correspondiente Corte de Apelaciones) no fue inscrito en la lista de Chile Vamos y Democrátas; Jorge Durán, acusado por violencia sexual, tampoco fue inscrito en Renovación Nacional. En contraste, Daniel Jadue, quien hoy se encuentra con arresto domiciliario, es una de las flamantes cartas del Partido Comunista para el Distrito 9.
Un elemento común de las defensas de esas candidaturas, es la consideración de la presunción de inocencia que le corresponde a todo aquel que enfrenta un proceso judicial. Bajo esa premisa, impedir su inscripción en la papeleta, invocando motivos relacionados con las causas penales que enfrentan, vulneraría este principio clave del estado de derecho.
Esta argumentación adolece de un error evidente: la presunción de inocencia es una garantía constitucional cuya protección le corresponde a los órganos jurisdiccionales del Estado. Los partidos políticos tienen la prerrogativa exclusiva de desechar candidaturas que no se sometan a los principios comunes compartidos. Con ello, en ningún caso se vulnera la presunción de inocencia, toda vez que no se refieren a la culpabilidad del acusado -cuya decisión le corresponde exclusivamente a los tribunales de justicia- sino que, en el marco de una elección política, el sujeto no cumple los estándares ético-morales suficientes para representar al partido en una contienda electoral.
De allí se deriva el centro del asunto. Si bien los tres incumbentes, al momento de la inscripción se encontraban, en teoría, con sus derechos políticos vigentes, la pregunta de fondo es cuál es el estándar moral que exigen los partidos a sus representantes. ¿Es el cumplimiento de la norma el único criterio de relevancia? ¿No es, acaso, la vieja complementariedad entre ética y política que relevaba Aristóteles necesaria para la vida buena en la polis?
Si hoy la política se escuda en argumentos legalistas para justificar sus acciones, es por el olvidado lugar que le hemos otorgado a la virtud en la discusión pública. Hemos pasado demasiado tiempo organizando nuestras instituciones de tal forma de evitar que, cuando lleguen los malos al poder, hagan mucho daño. Pero no le hemos puesto la suficiente atención a que la norma escrita no es el estándar del bien: el agente político debe hacer mucho más que simplemente cumplir la ley.
Hoy nos parece valiente, pero escaso y sorprendente al mismo tiempo, que partidos políticos hayan marginado a candidatos (que dicho sea de paso, tenían amplias posibilidades de ganar el escaño) por tener conductas reñidas con la ética. Lo que hoy sorprende, debería transformarse en práctica habitual. De eso depende, en parte, la confianza pública en un sistema que acumula crecientes signos de desgaste.
Kevin Canales es director regional de IdeaPaís Biobío. Columna publicada en El Sur, el 31 de agosto.
