En el debate sobre liberalismo, religión y razón pública, la columna de Benjamín García complejiza el argumento y permite ir al fondo del asunto. El problema central es que su posición exige “argumentos racionales” dirigidos a “ciudadanos razonables”, y en esta formulación excluye la racionalidad religiosa. Esto es problemático por tres razones.

En primer lugar, García sostiene que los argumentos religiosos requieren ”traducción” para ser accesibles a la razón pública. Esto es un error. La razonabilidad de un argumento no depende de su origen. La tradición cristiana, por ejemplo, formula buena parte de sus imperativos desde la ley natural, en categorías inteligibles por la razón, sin necesidad de traducción ni de compartir la fe que las inspira –recordemos al Presidente Boric en ENADE citando Dilexi te. Cuando un creyente apela a la dignidad humana o la justicia social, no adapta su fe a parámetros seculares, sino que expresa una tradición ya racional. Y por el contrario, cuando un no creyente usa esas categorías, nadie le atribuye fe.

En segundo lugar, se introduce la figura del “ciudadano razonable”. Presuponen algunos liberales —no todos— que existe una racionalidad universal, desligadas de cualquier concepción del bien. Pero lo “razonable” nunca ha sido neutro ni abstracto, sino históricamente aprehendido. Durante siglos, en Occidente fue el “buen cristiano”; y hoy algunos lo identifican con el individuo secular y autónomo. En ambos casos hablamos de ideales normativos situados, no de una categoría atemporal. El riesgo es confundir un criterio particular con un principio universal.

Finalmente, si se aspira a una democracia pluralista, la esfera social debe asumirse como una arena donde conviven distintas visiones de mundo, y buscan –no siempre exitosamente– llegar a acuerdos a partir de diferencias irreductibles. En ese marco, la igualdad ciudadana exige dar a esas cosmovisiones la posibilidad de presentar sus argumentos tal cual son. Obligar a unas a traducirse mientras otras hablan en su propio idioma equivale a privilegiarlas.

Tal vez lo que el liberalismo “neutralista” omite es que en democracia no solo se disputan posiciones normativas sobre casos concretos, sino también las reglas del juego que definen qué tipo de argumentos son aceptables. Presentar esa cuestión como resuelta de antemano, como un acuerdo predemocrático, es una imposición simplemente injusta.

Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 28 de Octubre