En pocos meses, el PDG se ha vuelto un fenómeno extremadamente interesante. Se trata del partido con más militantes de Chile (más de 47.000). Tan solo el mes pasado obtuvo 1.800 nuevos militantes. El fenómeno de atracción se explica por varias razones. Entre su llamado a empoderar a las personas y el dominio magistral que han mostrado de los medios digitales, ha logrado conectar con su gente de un modo más real que las tradicionales reuniones en sedes vecinales. Su narrativa genera tanta identificación social que se muestran como una fuerza incontenible, cuya capacidad movilizadora de masas parece (parecía) no tener límites.

Pero la realidad no tardó en poner paños fríos a este frenesí. Esta semana, el PDG sufrió su primer «quiebre». Cuatro diputados rebeldes se descuadraron de su partido, y apoyaron a Vlado Mirosevic como presidente de la Cámara de Diputados. Tres fueron sancionados y uno expulsado. Los rebeldes consideran al resto como sometidos ante el duopolio binominal que el PDG vino a superar. Y los obedientes acusan a los sancionados de incumplir su palabra y de quebrantar la unidad. Todos, por cierto, tildan de traicioneros al bando contrario y de dar la espalda a la gente.

Para ver «quiénes tendría la razón» —esto es, quiénes serían leales, y quiénes, traidores—, la lógica invitaría a revisar si la actuación de un bando se adecua mejor que la del otro a la visión ideológica del partido. Pero la cosa se pone más compleja: el PDG es “sin ideologías políticas”. No los une una concepción de vida buena, de libertad, o de justicia. Los unen otras cosas, como “la participación directa de la gente en la toma de decisiones políticas”, donde las definiciones se toman en función de lo que vote la mayoría del partido.

¿Es deseable más injerencia de las personas en los asuntos públicos? Sí, sin dudas. ¿Es suficiente al punto de reemplazar la democracia representativa? No. Sin dudas. Escuchar es una condición necesaria, pero totalmente insuficiente para conducir la política hacia el bien común. Acatar acríticamente la voz de la gente, sin contrastarla con otras variables (principios políticos y factibilidad económica, entre muchas otras), no solo es problemático por la intrínseca volatilidad de la opinión pública —la gente cambia de parecer seguido—, sino porque haría muy difícil resolver responsablemente los problemas más acuciantes, cuyas soluciones suelen ser muy complejas en su aplicación. La política no puede ser un buzón «de la gente».

Estas tensiones —normales en política— son especialmente esperables en el PDG. Sin ideario común conocido, cualquier definición política será siempre arbitraria, y las inconsistencias serán cotidianas. Ello traerá bochornos, que harán menos probable la cohesión interna. Y, además, la sospecha que tienen hacia la democracia representativa hará que la deliberación política que prometieron mejorar se vea aún más debilitada.

Columna de Cristian Stewart, Director Ejecutivo de IdeaPaís, publicada por La Segunda en la edición del 10 de noviembre de 2022.