El actual gobierno transita su tercer año cabizbajo. Derrotado desde el plebiscito de 2022, intenta sacar adelante sus eternas reformas transformadoras, pero lo hace carente de apoyo parlamentario y ciudadano. Su gobierno, gris en resultados y triste en gestión política, se aferra como náufrago a su madera flotante de ciertos proyectos con los que busca trascender. Y es que la avidez por llenar su legado con algo distinto que las hoy controvertidas 40 horas y las sucesivas derrotas se vuelve cada día mayor. ¿Qué quedará de este Gobierno para las generaciones futuras cuando Gabriel Boric deje La Moneda el 11 de marzo de 2026?
Boric, el presidente joven, irreverente y magallánico, ha ido mutando. Comenzó prometiendo que la política sería por fin, y luego de décadas perdidas y regaladas al capital, una herramienta transformadora y llena de ética. En ese esfuerzo, su gobierno se cruzó con la fuerza aparentemente incontenible de la Convención Constitucional. Y no trepidaron en subirse en ella. Fue ese apoyo acrítico a lo que parecía como negocio seguro —que describieron como condición para materializar su programa— su propio punto de inflexión. La realidad siempre se encarga de imponerse. Desde entonces, la sabiduría del pueblo chileno se ha encargado de transmitirle a gritos el camino que debe seguir, pero los tapones frenteamplistas le impiden escuchar el clamor popular.
En este aciago escenario, el Presidente tiene ante él la posibilidad de pasar a la historia, aunque de un modo distinto al que se imaginó. Es la gracia de la política, arte que Boric comprende y domina como pocos. Ella revuelve escenarios, genera incertidumbres y ofrece encrucijadas. Y mientras el político histérico las ve como dramas definitivos, el político hábil las ve como oportunidades. Sinceramente, cuesta entender cómo un político ducho, como lo es Gabriel Boric, no ve la oportunidad que tiene ante sus ojos de ser el reformador del sistema político. El mismo que le ha impedido —por supuesto, entre otros factores, como sus propias ideas— sacar adelante sus reformas. El mismo que no deja a este país procesar reformas sensibles para la ciudadanía, y que nos tiene sumidos en la neutralización. El mismo que, si se cambia, lo ayudaría a consolidar su ahora principal proyecto: un polo progresista de largo aliento.
En lugar de tomar esta opción, el Presidente Boric opta por boicotear sus posibles logros, y con una actitud propia de mercader matonesco, echa por la borda la reforma a los partidos sujetando como moneda de cambio la legislación de pensiones y del pacto fiscal.
Dirán que la política se trata de negociar. Y razón tendrán. Pero un presidente no puede sujetar, de ese modo, este tipo de asuntos. Por la fuerza y la presión no logrará nada. Y de la nada — que es su gran pesadilla cuando sueña con su legado— se sabe bien que nada sale.
Cristián Stewart es Director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 25 de abril.