El problema constitucional finalmente tomó el peso que debe tener. Pero lo hizo reproduciendo las mismas dinámicas ombliguistas que nos tienen atorados. 

No estamos deliberando una política pública más, o un programa presidencial determinado. Ni siquiera estamos solamente discutiendo una constitución. Nos encontramos midiendo nuestra capacidad de usar este proceso como catalizador para nuestro desarrollo económico y democrático. Y también —que es lo mismo—, viendo hasta dónde llega nuestra fuerza para hundirnos en nuestra propia mediocridad. Veremos en pocos meses si nos proyectamos hacia los próximos 40 años en el mismo fango deslucido de los últimos 10, o si damos un giro y aprovechamos con responsabilidad las enormes posibilidades que nos regala nuestro país.

El punto de inflexión del proceso constituyente es real, aunque haya a quienes les importe tres cuescos. Y la llave está —mal que le pese a la mayoría— en la capacidad de los dirigentes políticos de comprender la importancia de lo que está en juego, y de su aparejada voluntad de «renunciar para acordar». 

Porque se trata principalmente de eso. De la voluntad de ceder de unos pocos, para alcanzar acuerdos en beneficios de cientos de miles. Este no es un desafío técnico. Las 12 bases consensuadas, y la comisión experta que las explayó en un anteproyecto, hace rato agotaron los asuntos técnicos. El desafío que resta es el de los políticos. Menuda dificultad.

El 87% de quienes respondieron la consulta ciudadana (junio) estuvo de acuerdo con el anteproyecto de la Comisión Experta. ¿Cuántos de ellos lo habrán leído? ¿Realmente habrán llegado a una conclusión favorable luego de ponderar los 192 artículos del anteproyecto? No tengo pruebas, pero me albergan pocas dudas: ese altísimo porcentaje se alcanzó —no única, pero fundamentalmente— no por su adhesión al texto, sino porque se pasó de una guerra de declaraciones cruzadas a una situación de acuerdo, en un tiempo inusitado. Fue el consenso entre distintos el factor gravitante. En igual sentido, la encuesta Diálogo Constituyente (Tenemos que Hablar de Chile, septiembre) revela, en medio de sensaciones desalentadoras (incertidumbre, confusión, pesimismo), que el 61% de los chilenos tienen interés en que los políticos lleguen a acuerdos. Y ante la pregunta abierta sobre qué se necesita para que se apruebe la propuesta de nueva constitución, la mayoría (20%) indica «acuerdo/consenso/unidad». 

La clave está en que los trillados «retrocesos civilizatorios» den paso a «renunciar». Palabra que significa menos, pero es más. Que a pesar de estar fuera de los diccionarios de muchos, es la más importante. Renunciar no a los principios, que son pocos y no deben ser cedidos, sino a aquello que, sin serlo, se transforma en agotadores avistamientos de «líneas rojas» inventadas, y que paso a paso nos convierten más en ese país que no queremos ser.

Cristián Stewart es Director Ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en el Diario La Segunda, el 28 de septiembre.