Los “30 años” —aunque algunos sostengan lo contrario— significaron un progreso en el bienestar social y económico de la familia chilena. Basta con constatar que, si en 1990, el 38% de los chilenos se encontraba en situación de pobreza, hoy esa población es de un 6,5%. El ciclo de bonanza económica —experimentado principalmente entre 1990 y 2012— permitió a miles de familias acceder a mejores ingresos, educación, salud y bienes de consumo. Ahora, ¿significó el progreso una extinción del malestar social en nuestro país? Por cierto que no. Más bien, —como manifestó el estallido social de 2019— se anidó en millones de familias a las que nos referimos como “la clase media”: un grupo mayoritario de la población, heredero de la modernización capitalista que, si bien ha logrado superar la pobreza, no está exento de recaer en ella. Ilustrador de este sentir resulta el fragmento musical del porteño Osvaldo Rodríguez: “Porque no nací pobre y siempre tuve un miedo inconcebible a la pobreza”.

Cuando analizamos los datos, el reordenamiento de las clases sociales durante las últimas décadas se nota un evidente ensanchamiento de la clase media, pero especialmente de una clase media “baja” o “vulnerable” que, a diferencia de los otros segmentos medios, no alcanza a percibir más de 3 veces la línea de la pobreza. Para ilustrar al lector, esto equivale a un hogar de 4 personas con un ingreso total entre 850 mil y 1,7 millones de pesos. Se trata por tanto de un grupo amplio de la población que representa al 41% de los hogares en Chile y que, lejos de haber dejado atrás el riesgo de caer en la pobreza, debe lidiar con los vaivenes y pesares de la sociedad moderna.

En efecto, los datos muestran que esta “clase media vulnerable” cuenta con indicadores laborales, educativos, habitacionales y de salud que, en reiteradas ocasiones, se asemejan más a la realidad de los sectores en situación de pobreza que al resto de los segmentos medios. Se trata de un grupo que muestra altos niveles de desocupación e informalidad laboral, que percibe bajas pensiones de vejez, que alcanza una escolaridad promedio similar a los tramos más pobres, que se autopercibe en niveles excesivos de endeudamiento y que reporta altos niveles de carencias habitacionales. La hipótesis de que en ellos encuentra asilo el malestar social pareciera, en efecto, plausible.

Vale preguntarse luego ¿cómo atender las premuras de esta clase media vulnerable? Reflexionar sobre esto requiere analizar el rol tanto del Estado como de otros actores de la sociedad. Es crucial evaluar, en primera instancia, la eficacia y cobertura de los programas públicos destinados a este segmento de la población. Aunque la focalización progresiva de recursos públicos en los estratos de ingresos más bajos es una práctica común en el diseño de políticas sociales, esto plantea el desafío de dejar fuera a un considerable grupo de personas que, al superar los límites de focalización, dejan de percibir transferencias estatales. Por tanto, revisar tanto la cobertura como la efectividad de estos programas representa un punto de partida necesario.
Ahora bien, mejorar las condiciones de vida de la clase media vulnerable no se limita únicamente a contar con políticas sociales sólidas. El crecimiento económico del país y la capacidad de los hogares para generar ingresos de manera autónoma son fundamentales para su bienestar. Recuperar una economía dinámica conlleva mejoras en los salarios reales, un alivio al —ya elevado— costo de vida y un estímulo a la formalización laboral, lo que a su vez favorece el ahorro para la seguridad social. En este sentido, fomentar reformas que impulsen la actividad económica, la inversión y la creación de empleo formal resulta crucial para mejorar las condiciones socioeconómicas de esta clase media vulnerable.

Juan Pablo Lira es Investigador de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 3 de mayo.