Constantemente escuchamos que la sobrecarga administrativa que impone el sistema provoca agobio en las comunidades educativas. En 2018, un estudio de Educación 2020 señaló que más del 70% de los directores declaró destinar entre el 40% y el 80% de su tiempo a cumplir exigencias burocráticas, situación que al año 2024, sólo se ha agravado. De hecho, en la Nueva Educación Pública, una encuesta reciente realizada por la misma institución, señaló que un 47% de los docentes considera que la sobrecarga laboral ha empeorado desde la desmunicipalización, y un 38% considera que se mantuvo. Lo mismo señalaron los directores de los colegios administrados por los Servicios Locales de Educación Pública en un sondeo realizado por la UDP: la tercera preocupación más importante es la sobrecarga administrativa (antes figuran la falta de recursos para gestionar en primer lugar y el aumento de alumnos con problemas emocionales en segundo). Así también, la mayoría de los encuestados opinó que el tiempo que se dedica a responder las demandas administrativas del sostenedor, MINEDUC y/o Superintendencia de Educación debiera ser mucho menor.

A pesar de que estos problemas son bien conocidos, no se ha hecho nada al respecto. Es más, algunos continúan creyendo que la solución a los problemas sociales que afectan a las escuelas es imponer más trámites administrativos, tal como lo ejemplifica el nuevo proyecto de ley de convivencia escolar, actualmente en discusión. Desgraciadamente, en Chile insistimos en legislar bajo la premisa de la mala fe de los sostenedores y no de la ayuda concreta que necesitan los estudiantes.

Totalmente contrario a lo que nos dice la evidencia: los resultados de la prueba PISA 2022 mostraron que los sistemas educativos cuyos estudiantes lograron mejores resultados académicos, son aquellos que combinan otorgar mayores grados de autonomía a las escuelas con  mecanismos que aseguren la calidad. Pero en nuestro país se insiste en dejar de manos atadas a directores y sostenedores, y en lugar de mecanismos para la calidad, preferimos instalar procesos susceptibles de fiscalización.

Tal es la realidad de sobrerregulación que el año pasado la Superintendencia de Educación – con toda razón – solicitó al Congreso más recursos para contratar personal, considerando que las nuevas leyes aprobadas conllevan más fiscalizaciones. Sin embargo, si mantenemos esta mirada punitiva, la Superintendencia no será la única en no poder hacer su trabajo, pues cada uno de los nuevos procesos introducidos por la legislación se traduce para los colegios en más formularios y nuevas inspecciones, debiendo utilizar tiempo valioso de aprendizaje de los estudiantes, en resolver la burocracia. En otras palabras, seguimos alimentando un sistema que en lugar de ayudar a salir adelante a aquellas escuelas que más lo necesitan, crea nuevos y más trámites y aumenta la fiscalización. De hecho, una de las propuestas del Informe “Todos al Aula” de 2018 fue precisamente cambiar el rol punitivo del ente regulador, por uno de apoyo a la mejora. Esto no es bajar los estándares de calidad, sino comprender que muchos de los colegios sancionados no mejorarán, o incluso empeorarán, si de la fiscalización lo único que se sigue es una multa.

Para dar solución al dramático escenario que desborda a las escuelas, nuestro sistema debe dotar de mayor autonomía a los colegios, y eliminar aquella burocracia asfixiante cuyo cumplimiento no se traduce en mejoras efectivas. Esto no significa hacerlos menos responsables, sino todo lo contrario: deben incorporarse mecanismos para responder por los resultados que sus actos provocaron, lo que internacionalmente se conoce como accountability. En este ámbito la Superintendencia podría cumplir un rol fundamental, pero para eso necesitamos que los colegios puedan preocuparse de la efectividad del aprendizaje de sus estudiantes, y no de perder tiempo en el infinito papeleo.

Francisca Figueroa es investigadora de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 8 de julio.