Lo que solemos llamar “el justo medio” es justo sólo en algunos casos. A veces, se trata simplemente de un injusto promedio (en algún sentido ubicado, eso sí, justo en medio de dos posibilidades). Ilustremos con casos el trabalenguas.

Es verdad, por ejemplo, que entre el temeroso y el temerario, es justo el valiente. También es verdad que entre el avaro y el derrochador, es justo el generoso. Pero no es verdad que entre el asesino de nadie y el asesino de cien, sea justo el asesino de cincuenta. Ni es verdad que entre quien promueve la paz y quien promueve el caos, sea justo quien promueve un moderado desorden. Tampoco es verdad que entre hacer experimentos médicos con “niños pequeños”, y no hacer experimentos médicos con niños, sea justo experimentar sólo con “niños medianos”.

En estos últimos tres casos, la conducta justa es la que se sitúa en uno de los llamados “extremos”: el extremo de no asesinar inocentes, el extremo de promover la paz, el extremo de no utilizar a ningún niño como rata de laboratorio.

Que respecto de determinadas acciones y pasiones no quepa un justo medio virtuoso, es un hecho sistemáticamente silenciado por la tentación ultra-centrista: aquella que sugiere que hemos de situarnos siempre -independiente del contexto y de la materia en juego- en un punto equidistante entre dos posiciones rivales. En la arena de la deliberación política, se trata de una artimaña retórica muy vieja y mucho más peligrosa de lo que parece. Su peligro radica, precisamente, en que toma prestadas las ropas de la mesura y la virtud. Pero ni la mesura es el último criterio de la justicia, ni disfrazarse de virtuoso es serlo.

La polvareda que, en buena hora, ha levantado el reciente reportaje de Radio Biobío que denunció el bloqueo de la pubertad y la hormonación cruzada de miles de niños chilenos, corre el riesgo de ser asépticamente apaciguada por ese ultracentrismo. En efecto, en los últimos días algunas voces políticas y académicas han hecho un llamado a no hacerse parte de un “debate tóxico” en esta materia: un llamado a no sostener “posiciones extremas”.

El problema no está en advertir acerca del riesgo (real) de un “debate tóxico”. El problema está en el contenido que parece asignarse a ese término: en cuáles son las posiciones filosóficas y políticas a las que se les imputa toxicidad y extremismo. En efecto, algunos parecen equiparar como igualmente tóxicas y extremas dos actitudes que no son -al menos, en ningún sentido moralmente relevante- equivalentes. Por un lado, la actitud de un progresismo partidario de aplicar tratamientos trans-afirmativos a niños, ante la menor manifestación de disconformidad de estos respecto de su propio sexo: tratamientos experimentales con altas probabilidades de provocar infertilidad, disfunciones sexuales irreversibles y dependencia hormonal de por vida. Por otro lado, la actitud de quienes proponen prohibir, sin matices, que los niños y adolescentes sean sometidos a tratamientos de este tipo.

Describir un escenario como este en dichos términos -esto es, como constituido por dos polos insensatos de los que deberían huir las personas razonables- es falaz. Prohibir absolutamente los tratamientos trans-afirmativos en niños (en vez de sólo desaconsejarlos, como ha hecho recientemente el Gobierno) puede constituir un “extremo” mucho más justo y sensato que decisiones políticas “intermedias” dispuestas a abusar de los niños “sólo moderadamente”.

Javiera Corvalán es coordinadora de acción pública de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 26 de junio.