Dejando de lado los hechos violentos acaecidos durante las semanas de octubre de 2019 –a la cual la izquierda se plegó de manera pasmosa y casi sin escrúpulos–, las manifestaciones masivas, multitudinarias en los distintos puntos neurálgicos del país demuestran que el llamado “estallido delictual” es un diagnóstico muy estrecho de un fenómeno social que desborda las interpretaciones existentes. En efecto, a casi un mes de los 5 años del estallido social, hay quienes aún consideran que el 18-O constituye la causa del desplome de nuestro país –en distintos indicadores– y no como lo que verdaderamente es: un síntoma de un malestar que se venía arrastrando hace varios años.
Un malestar que entre sus causas se encuentra el desacople entre las promesas que subyacían al nuevo modelo de desarrollo y la realidad cotidiana a la que efectivamente las familias chilenas podían acceder. En otras palabras, la precaria clase media, muy pobre para el mercado y muy rica para el Estado, persigue sin nunca alcanzar las bondades de la promesa moderna y meritocrática. Esta frustración evidente se agudizó cuando muchas de las urgencias sociales se vieron desoídas por nuestras instituciones y más específicamente por nuestra clase política.
Ahora bien, a la pregunta en ese entonces de cómo debía la institucionalidad lidiar con estos problemas —en plazos que resultaran razonables—, el sistema político resolvió que sería un plebiscito constituyente la respuesta. No hay que desconocer que esa decisión descomprimió la situación en el corto plazo –¿o fue la llegada de la pandemia?–, pero las urgencias se hicieron menos urgentes y se siguieron disipando, hasta el día de hoy, las mejoras en materia de salud, educación, niñez, vivienda y para qué hablar de pensiones.
Luego de dos procesos constitucionales, con características y razones de su fracaso muy diversas, hay un factor en común entre ambos: las élites políticas que llevaron los procesos, al contar con niveles de seguridad material muy por sobre las clases medias y vulnerables, podían darse el gusto de tratar asuntos políticos y sociales de manera especulativa y abstracta, porque su realidad distaba mucho de la vida cotidiana y pragmática de quienes incubaban ese malestar. En otras palabras, como no tenían nada nuevo que ganar, podían asumir debates sobre ideologizados e innovaciones teóricas sin arriesgar consecuencias para su bienestar y, lo que es peor, obviar la pregunta original sobre el malestar social. Así, en ambos procesos, los autores se enamoraron de sus obras literarias y olvidaron aquello que los puso ahí.
Luego de 5 años, para nadie es sorpresivo que el panorama político institucional actual sea aún más inepto para canalizar esas demandas. Por un lado, gran parte de la derecha se ha mantenido paralizada, inmovilista, negándose a reconocer que el éxito de su modelo de desarrollo pasa por identificar cuáles son sus falencias. Y la izquierda, por el otro, dividida luego del rotundo rechazo a su proyecto político reflejado en la fallida Convención Constituyente.
Sumado a lo anterior, los escándalos de probidad conocidos el año pasado a raíz del caso Convenios y el reciente caso Audios y que tienen a nuestra clase política jugando al empate en una dinámica donde nadie gana, dificulta la posibilidad real de un acuerdo transversal respecto de las prioridades políticas que aborden las urgencias sociales levantadas en las manifestaciones del 2019.
Así las cosas, dos a mi juicio son las preguntas a ser respondidas: Uno. ¿Cuál será la hoja de ruta que oriente la discusión pública hacia soluciones estructurales en materias de niñez, seguridad social, listas de espera? Dos. ¿Cuáles serán las reformas al Estado –el llamado sistema político– que permitan, por una parte, dar respuesta de manera efectiva y responsable a los problemas de los hogares chilenos y, por otra parte, que le ponga cortapisas a la corrupción?
Si nuestra clase política, oficialismo y oposición, no es capaz de responder a ambas y actuar acorde a ello, el malestar social y la desesperanza no hará más que crecer, dejando la puerta abierta a que medios y personajes extrainstitucionales tomen el protagonismo.
Emilia García es subdirectora de estudios (s) de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 12 de septiembre.