Luego de que el Presidente Boric anunciara un proyecto de ley de aborto legal —que ha sido leído como una renovación de votos a su núcleo duro— el arzobispo Fernando Chomali y el rector Carlos Peña aciertan al señalar que ahora, al debatir este tema sin causales, la discusión será más sincera.
Muchos de quienes apoyan esta iniciativa sostienen que habría que dejar que cada quien decida en esta materia. Basar una norma de aplicación general en convicciones personales sería una «imposición inaceptable».
Esto es problemático. Primero, porque no se advierte que ese juicio también obedece a convicciones personales, que serían, paradojalmente, impuestas a todos. Y segundo, porque el político siempre recurrirá a lo que él estima como bueno al momento de discernir el bien de todos. Si lo que es bueno para el político no lo es para el resto, significa que hay un problema en el político o en sus creencias.
Pero el problema del aborto es más complejo. No es solo un tema de «valores» o de «imposiciones». En rigor, todos los asuntos políticos tienen valores involucrados. Considerar una política tributaria que disminuya impuestos, la desigualdad como un problema o los derechos humanos como inviolables en todo tiempo y lugar, son también posiciones normativas. Difícilmente alguien dirá «no puedo imponer mi visión sobre el resto» en estos temas. Y está bien que así sea. La razón es la misma por la cual el aborto no es principalmente un asunto de moral individual: ciertos temas traspasan la sola individualidad y configuran nuestras relaciones sociales. Sería absurdo que un político dijera que no defenderá los derechos humanos para no imponer su visión moral.
El aborto es malo principalmente porque atenta contra la vida del más indefenso de los inocentes. Pero también lo es porque esconde problemas sociales profundos que, en lugar de disiparse, en muchos casos se agravan con más dolor e inhumanidad. Todo esto hace de este problema un asunto valórico, pero también genera un drama social y supone un desafío político —esto es, sobre el trato recíproco entre nosotros— sin igual.
Así, quienes piensan que el aborto es una solución deseable no ponen el acento donde debiera ir: son las injusticias sociales que rodean al aborto lo que hay que atacar con decisión, como lo caro que es tener un hijo hoy en Chile, la soledad que sienten miles de mujeres en sus embarazos, el invisible trato discriminador que existe por parte de muchos empleadores respecto de las trabajadoras embarazadas, y la violencia descarnada que hay detrás de una violación.
Concuerdo con quienes —apoyando esta iniciativa— señalan que nadie quiere un aborto. Por eso, poner el foco del problema en la decisión de abortar y no en las condiciones objetivas de pobreza y de injusticia que lo convierten en la salida más probable, en lugar de resolver esos problemas, es errar de lleno.
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 6 de junio.