Como reza el título reaccionó denunciando Charlie Kirk, el joven conservador asesinado este miércoles a pleno sol, ante otro brutal asesinato que sufrió un día antes otra joven ucraniana de 23 años, apuñalada en un tren por su espalda en total indefensión.
Ambos homicidios, ocurridos en Estados Unidos, son muy distintos pero revelan una misma fragilidad de un país que adolece de fallas estructurales de seguridad. Kirk llegó a decir que el asesinato de la joven marcaría un punto de inflexión en su país. Sin embargo, es su propia muerte lo que de verdad marca un antes y un después.
Probablemente, lo que motivó este crimen es intolerancia vil, llevada al extremo de eliminar a quien piensa distinto. Lo que sí es seguro es que este caso desnuda a quienes, sin apretar el gatillo, estimulan con sus discursos fanáticos la violencia de quienes sí disparan. Las reacciones no tardaron en aparecer: desde frases como «pensamientos horribles, luego decir esas palabras horribles, y no esperar que ocurran acciones horribles» (en Estados Unidos), hasta expresiones como «murió en su ley», muchas veces repetida en Chile.
Estas reacciones revelan algo muy profundo. Justificar el riesgo de ser matado por ejercer la libertad de expresión tiene que ver con el miedo. Porque pensar que puede merecerse morir por decir cosas erróneas (o que «se las busca», que no es tan distinto), en lugar de enfrentarlo con las propias ideas, además de probar ningún error, expone una total ausencia de herramientas para derrotar la «idea equivocada» en el campo del debate público. Y cuando se carece de vías de ganar, entra el miedo de perder, y consigo la irracionalidad. El resto ya lo conocemos.
Esta visible atrocidad nos ha hecho cruzar un umbral invisible y que no conocíamos. La bala mortal que atravesó a Kirk traspasó también nuestra inocencia, y nos hace abrir los ojos con horror para entender que la intolerancia no es ya un asunto teórico ni aislado, sino que escala en gravedad y adeptos que, desconfiando de su propio pensamiento, prefieren dar muerte a quienes sí confían en sus ideales. El mismo miedo que llevó a algunos a decir «se las buscan» por no soportar el disenso, seguirá movilizando a sus primos hermanos que ven a las armas como mejores aliados que la discusión racional.
No hay intolerancia sin rabia. A veces, ella se manifiesta con elegante ironía, y otras con palabras brutas, gruesas, inocuas. Pero cuando la rabia desborda sus propios límites, avanza fácil hacia la funa, el insulto y la cancelación; y ahora vemos que llega hasta la muerte y —¿acaso peor?— su justificación.
Asesinaron a un hombre que debatía en universidades, de manera directa, con quienes discrepaban con él. Si eso no se puede hacer en universidades —porque decir la verdad en ellas tiene riesgo de muerte— ciertamente, America Will Never Be The Same.
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 12 de septiembre
