Es evidente (pero no por eso hay que dejar de decirlo): el gran titular de estas elecciones (y lo mismo ocurre en gran parte del mundo) es la desafección de la ciudadanía con los procesos y debates que les propone la política. Es cierto: votó el 84% del padrón, lo cual puede calificarse como un éxito democrático. Pero el ánimo está candente, y la rabia, acumulada. Y eso también es evidente. Aun así, la participación dice más sobre la responsabilidad y cumplimiento de una norma que otra cosa.
Es posible encontrar diversas variables que podrían explicar esta situación. Entre ellos, está la fatiga electoral inusitadamente intensa; agotamiento del tema constitucional, con un proceso de cuatro años doblemente fracasado; y la rabia con políticos al percibir que dedican más tiempo a discutir sobre sus asuntos que a los que afectan directamente a la ciudadanía. Por supuesto, este segundo proceso partió al revés que el primero -sin el favor de la ciudadanía-, lo que hizo todo más cuesta arriba. No hay que obviar las consecuencias a largo plazo que tuvo la Convención en nuestra política nacional. El modo en que se frustraron y defraudaron las expectativas puestas en la Convención, con un trabajo de mucha performance y poco diálogo sincero, y con una propuesta que quiso hacerlo todo de nuevo sin considerar los anhelos ciudadanos, ciertamente hicieron mucho daño. Todo esto hizo que la carga de la prueba se alterara (y con justa razón): ahora había que convencer, y con muy buenos motivos, por qué tendría sentido votar “A favor” de algo que viniera del mundo político. Claramente, los motivos fueron insuficientes.
En este escenario, las campañas entraron en una dinámica que significó ponerle fuego a un pasto muy seco. La lógica adversarial que ambas campañas usaron solo lograron producir más polarización y menos entendimiento de las mismas propuestas. Y eso, aunque los “creativos” no quieran verlo, paga muy poco. Por un lado, la campaña del “En contra” ofreció mentiras y caricaturas odiosas en lugar de argumentos (fiel ejemplo de ello fue el video de la expresidenta Bachelet, donde derechamente contradijo el tenor literal de la propuesta). Por otro lado, el Partido Republicano planteó privada y públicamente hacer del plebiscito una evaluación del gobierno de Boric, lo que se tradujo en que la campaña del “A favor”, a ratos, se redujo a una vorágine ansiosa por convencer que apoyar el texto implicaba votar en contra de Boric. Y en lugar de construir una idea de “el pueblo contra la élite del gobierno”, parece haber encarnado más bien la pelea barata entre políticos por sus mezquinas cuotas de poder, contribuyendo a ese ambiente de los unos peleando contra los otros, que es lo que las personas no quieren, y que invitaba más a votar “En contra”.
Todo eso obvió los efectos negativos que esto generaría a las posturas que las mismas campañas defendían. La última encuesta CEP recoge que los ciudadanos valoran que los políticos se pongan de acuerdo (el 70% prefiere que los políticos privilegien los acuerdos, aunque tengan que ceder sus posiciones), lo que probablemente surge de algo evidente: si los políticos no se ponen de acuerdo, jamás llegarán las soluciones.
Cristián Stewart es Director Ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Tercera, el 21 de diciembre.