El desempeño de los miembros de la Convención Constitucional ha hecho que la ciudadanía vea con especial atención el rol que los expertos podrían jugar en la segunda (y esperemos que última) parte del proceso constituyente. La participación de los expertos —que producto de los conocimientos específicos con que cuentan, tendrían mayores probabilidades que el resto de arribar a juicios «objetivos» o basados en la evidencia— sería algo así como una garantía de calidad jurídica de una Constitución. La seriedad de sus credenciales académicas crearían condiciones adecuadas para tener un mejor ambiente para redactar una buena Constitución, y su conocimiento técnico tendría un efecto neutralizador de sus juicios subjetivos.
Los expertos deben ocupar un rol más preponderante que en la fallida experiencia pasada, pero su papel no debe ser protagónico, sino secundario. Su fin debe radicar en dotar a los miembros democráticamente electos de herramientas, conocimientos y argumentos para deliberar. Así, en lugar de reemplazar a la política y la democracia representativa, deben fortalecerla. Dos razones sustentan la inconveniencia de dicho reemplazo.
La primera es que las ideas académicas de los expertos no son neutrales, y por lo mismo, no son «mejores» que las de otras personas. Los planteamientos de los académicos —sobre todo los relacionados a asuntos públicos, como es la elaboración de una Constitución política— obedecen a sus propias concepciones filosóficas antes que epistémicas. Se construyen sobre supuestos teóricos exógenos, a partir de una determinada visión filosófica. Si los planteamientos de los académicos fueran «objetivos», ¿por qué existen profundos desacuerdos entre ellos? Ello encuentra explicación no en la mayor inteligencia de unos sobre todos, sino en las diferencias normativas que existen entre tales planteamientos.
En segundo lugar, sería un precedente dañino para nuestra democracia que los expertos adquieran protagonismo político. Elaborar una Constitución implica reflexionar sobre los fines de una sociedad. Es decir, ella se refiere a cómo deberían ser las cosas. Para ello, se suele echar mano a conceptos como la libertad, la justicia, la bondad o la igualdad, para lo cual es ineludible la ética. En tanto, los expertos se enfocan en la conexión entre los medios, los fines y las consecuencias que se seguirían de distintos cursos de acción, más que en la descripción de un camino deseable. Los expertos se mueven en el campo del «cómo», no en el del «qué» ni del «por qué». Son funciones distintas, y torcer sus naturalezas es como pedirle peras al olmo.
El rol de los expertos, más bien, debe consistir en fortalecer a los políticos, y no en reemplazarlos en su quehacer. Lo anterior se traduce en asesorar a quienes resulten electos democráticamente. En informar a la opinión democrática sin manipularla. En iluminar acerca de los medios adecuados para alcanzar los fines de la sociedad, no en definirlos. Y su tarea debiera comenzar cuanto antes, para que la sistematización de los múltiples insumos existentes y de nuestra tradición constitucional se ponga a disposición de los redactores previo a que asuman en sus funciones.
El riesgo de que los expertos (co)redacten la Constitución es que serían nombrados en razón de sus competencias especiales, pero terminarían actuando en virtud de su visión política. Sería un engaño disfrazado de tecnicismo. Parece mejor que dicha deliberación se haga en un ambiente adecuado, sin pretenciones de neutralidad, en un contexto propiamente político. Las condiciones para que tal contexto haga más probable acordar una Constitución transversal y de buena calidad no son gratis ni vienen dadas —ya conocemos la experiencia reciente—. Alcanzar dichas condiciones depende, en gran medida, del rol que se le dé a los expertos en distintos momentos del proceso constitucional.
Columna por Cristián Stewart, Director Ejecutivo de IdeaPaís, publicada por La Tercera en la edición del 27 de septiembre de 2022.
Imagen: IdeaPaís