El ánimo de la transición pactada entre los noventa y principios de los dos mil en Chile y el nuevo orden que ofrece la propuesta de la Convención Constitucional sorprendentemente tienen algo en común: ambos momento políticos se caracterizan por el temor a la política.
Los famosos treinta años tuvieron como protagonista un diseño institucional tan singular como efectivo. Marcado por el sistema binominal, en dicho período la Concertación y la derecha convergieron en un sitio de comodidad y relativa armonía. La centro-izquierda ganó la mayoría de las presidenciales, la derecha se atrincheró sin problemas en la oposición, mientras la izquierda “extraparlamentaria” comenzaba tímidamente a plantar sus primeras semillas.
Indudablemente, se avanzó y progresó en un sinfín de materias imponderables, como la superación de la pobreza, el crecimiento económico y decenas de buenos proyectos de ley y políticas públicas. Pero en política, nada parece ser sostenible sin hacer política.
Así, pese a que año a año se fraguaba un hastío y orfandad tremenda en la sociedad chilena –lo que Gonzalo Vial describía como “el país secreto”–, leyes tan necesarias como una reforma previsional con un carácter más bien definitivo, las pensiones de alimentos impagas o la reforma al SENAME durmieron en el Congreso hasta el punto de que la fragmentación política fue tal que ya los acuerdos se hicieron escabrosos –por no decir imposibles–.
El mejor ejemplo del estado de anemia política que imperaba fue la particular práctica de la derecha de hacer frente a cada idea que viniera del otro lado con dos simples frases: “es inconstitucional” e “iremos al TC”. Y no se trata de negar las inconstitucionalidades –muchas de ellas eran fundadas, otras no tanto– sino de la incapacidad de salir a confrontar posiciones válidas en el debate nacional, prefiriendo ampararse bajo un tribunal y un texto afín. Esa auto-clausura anticipada al debate, esa renuncia a la política, y el aparejado extravío intelectual que se fue dando gradualmente, sumado a un insólito abandono de la centro-izquierda de su propia obra, dio paso a una nueva izquierda que sí quiso hacer política.
Al poco andar, obtuvieron un éxito electoral que ni ellos previeron. Fueron tempranamente Gobierno, y no solo conquistaron culturalmente la necesidad de que Chile requiere una nueva Constitución, sino que fueron la fuerza hegemónica en el órgano que redactó la propuesta constitución. No obstante, la nueva izquierda incurrió en el mismo error que sus adversarios: desconfiaron de la política. Así, el texto que se vota el 4 de septiembre pretende zanjar una serie de debates sumamente polémicos en el contexto nacional, al tiempo de debilitar aún más nuestra alicaída deliberación política.
Sobre zanjar debates, un buen ejemplo es lo ocurrido con los derechos sexuales y reproductivos. Apenas en noviembre de 2021, se rechazó el proyecto de ley que legalizaba el aborto hasta las catorce semanas de gestación, con solo 62 votos a favor en la Cámara de Diputados y una ciudadanía sumamente dividida. Solo meses más tarde, la Convención Constitucional no tardó en aprobar la iniciativa popular “Será Ley” y, con eso, plasmar el aborto libre en la propuesta.
Por su parte, muchos intelectuales cercanos al Frente Amplio aprovecharon el experimento constitucional para imponer sus tesis académicas. Conceptos como la soberanía alimentaria, la participación social en las plusvalías, la concepción de la naturaleza como sujeto de derechos, la “sintiencia” animal, América Latina y el Caribe como zonas prioritarias de relaciones internacionales, entre otros ejemplos, dan por finalizados debates sumamente técnicos y discutidos.
Una constitución no es precisamente el texto ideal para “irse de tesis” o zanjar discusiones sociales. Por el contrario, esta debiera habilitar lo más eficazmente posible a la política institucional para deliberar este tipo de cuestiones desde un plano democrático y no partisano. Los maximalismos que hemos presenciado reflejan de cuerpo entero a una coalición que vio en el proceso la oportunidad de generar una carta de triunfo similar a la Constitución vigente, solo que desde la vereda del frente. Es decir, una revancha.
Sobre el debilitamiento de la deliberación política, los cambios que la propuesta ofrece al sistema político no son ni sustantivos y no se hacen cargo de los problemas más esenciales sobre nuestra representación política y confianza. De hecho, no se acordó ningún mecanismo para generar mayor cooperación, gobernabilidad o mejora de los partidos políticos.
Es el Congreso Nacional justamente donde reside el mandato popular más representativo y el lugar donde debiésemos depositar nuestra esperanza en los grandes acuerdos nacionales. Sin embargo, ni con la vieja ni con la nueva constitución hay espacio para aquello. Es más, el diseño planteado por la Convención traspasa, en la práctica, a los jueces el problema de desidia de los políticos de hacerse cargo de los temas públicos. En efecto, y tal como ocurre en Colombia, la acción de tutela que se crea para hacer exigibles los derechos fundamentales podría crear una raza nueva de jueces justicieros que disponen sin mayor control de los recursos públicos.
¿Por qué la política desconfío nuevamente de sí misma? ¿Será que ni derechas ni izquierdas depositan realmente allí sus intenciones? ¿O seguiremos en un “loop” interminable de amarres de lado y lado para evitar hacer política? Lo cierto es que tarde o temprano tendremos que tomarnos en serio el problema y no seguir escondiendo debajo de la alfombra a una política chilena que requiere con urgencia discutir, fracasar y madurar. Una política que, en suma, requiere más política, no menos, para resolver sus propios problemas.
Columna por Jorge Hagedorn, Coordinador del Área Constitucional IdeaPaís, publicada por The Clinic en la edición del 31 de agosto de 2022.
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