Seguridad. Esa es la palabra que más se repite en las encuestas de percepción ciudadana y en los medios, como anhelo central hoy en Chile. De buenas a primeras, esta palabra nos remite a los problemas en seguridad pública: delincuencia, terrorismo, crimen organizado y el miedo que recrudece cuando vemos amenazada nuestra vida y la de nuestros seres queridos.
Sin embargo, si ahondamos un poco en estas demandas, podemos encontrar también otros caldos de cultivo de inseguridades, en particular para la clase media. En lo económico, está la duda de si los chilenos podrán llegar a fin de mes, si será posible pagar las deudas y solventar las necesidades de cada familia. En lo educativo, eso se traduce en la inseguridad de si habrá cupo para un colegio adecuado para los hijos. En salud, crece la incertidumbre sobre si una enfermedad grave podría devolver a aquellos que no puedan solventar los gastos a la pobreza; o, peor aún, sobre qué avanzaría primero: un cáncer o la lista de espera.
La pregunta política central que enfrentamos, entonces, es ¿cómo proporcionamos seguridad? La respuesta no es novedosa, pero merece reiterarse: necesitamos certezas y orden.
Primero, certezas. Porque cuando la clase política se caracteriza por las volteretas y el oportunismo -arte del cual el Gobierno ha hecho especial gala-, la incertidumbre campea: se multiplican las dudas sobre cuánto durará cada compromiso, decisión o política de Estado. Así, todo parece susceptible de reconsideración: para el estallido, aprovechando el viento favorable, quienes hoy gobiernan enfrentaban a los militares y pedían la refundación de Carabineros. Luego, entrando al Gobierno, indultaron delincuentes, algunos con prontuario relevante. Frente al conflicto en la Macrozona Sur, ofrecieron diálogo; pero luego de ser recibidos a balazos en Temucuicui, no pudieron sino echar mano del otrora satanizado Estado de Excepción. Por su parte, la eterna promesa de condonación del CAE, además de carecer de criterios mínimos de priorización y foco, se ha visto relegada y reprogramada una y mil veces. Y así, podríamos seguir.
Cuando nuestras autoridades se conducen de esa forma, no es extraño que la incertidumbre sea un sentimiento generalizado. Necesitamos una batería de certezas inamovibles: un conjunto de líneas de acción que como ciudadanía sepamos reconocer y en cuya promesa podamos descansar. Pero mientras las democracias necesitan descansar sobre tierra firme, hoy día parecemos estar pisando las arenas movedizas de los compromisos políticos incumplidos.
Segundo, necesitamos orden. Efectivamente, otra forma compatible de leer estos anhelos de seguridad es como demanda de orden. Se trata de una necesidad a tal punto primigenia, que nos permite remontarnos, por ejemplo, hasta Diego Portales y su “no hay libertad sin orden”; o a la idea de que “no hay libertad sin seguridad”, como recordaba recientemente el ex presidente español Felipe González.
En esta línea, hoy se vuelve patente que todas las demandas sociales por libertades y conquistas variopintas no tienen cabida si primero no logramos un marco de orden y tranquilidad básicos. Esto sigue sin ser asimilado por el Frente Amplio y el Partido Comunista, quienes históricamente han remado para el desorden: a veces apelando a la necesidad de “agudizar las contradicciones”; otras, a la de “rodear la convención” y de elegir la “vía de los hechos”. Como fuere, son conglomerados que han optado incansablemente por una política de desestabilización, cuyas consecuencias son sufridas mucho antes por la ciudadanía de a pie que por ellos mismos. Está por verse si sacarán la lección a tiempo para enderezar rumbo, o si simplemente no ofrecerán garantías suficientes para ser considerados parte de la solución.
Con todo, esta legítima y necesaria exigencia ciudadana de más orden no está libre de ambigüedades y riesgos. Puede resultar tentador para las derechas y defensores del actual “modelo” confundir las demandas de orden con un momento proclive para retóricas inmovilistas, funcionales al statu quo. Según una posición como esta, los dos procesos constituyentes fracasados serían una demostración de que antes de Octubre “estábamos bien”: que el malestar era un invento de la izquierda, que éramos el “Oasis de Latinoamérica”, y que simplemente habría que “volver a Septiembre” para “recuperar” el camino hacia el progreso. Aquí no ha pasado nada.
Ceder a una tentación como esa sería un lamentable error, casi tan grave como desoír el clamor popular por el orden. La recuperación de un país ordenado no debe convertirse en excusa para desatender la sensación de inseguridad en su arista social. Se trata de una deuda política que ha ido incubando un malestar ciudadano crónico y que exige profundas reformas.
El desafío es titánico, pero comenzar por comprenderlo en su complejidad es el primer paso.
José Miguel González es Director de formación de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 16 de mayo.