La representación estudiantil y política universitaria no viven su mejor momento en Chile. Muchas federaciones y centros de estudiantes han ido rebajando los quórums de validación de sus elecciones y aún así pasan apuros por cumplirlos. Un caso icónico y reciente fue el de la Universidad de Chile, cuya última elección de la FECH logró solamente un 9% de participación (debajo del 25% necesario). Esto forma parte de una baja sostenida en la participación en estas instancias y su representatividad, desde hace varios años.
Las razones son variopintas pero destaca una sumamente visible: la cultura de la cancelación o inquisitorial que predomina entre varias organizaciones estudiantiles, sobre todo de izquierdas universitarias, que ha conseguido arraigarse en no pocos ambientes del sistema de enseñanza superior. Sin ir más lejos, en la casa de Bello hace pocos días se suspendió una presentación del director de orquesta argentino-israelí, Yeruham Scharovsky, frente a presiones que incluían amenazas de muerte en su contra. También fue en la Universidad de Chile donde debieron relocalizar debido a unas protestas una conferencia de la vice primera ministra de Ucrania, o donde Sergio Micco fue abordado con pancartas y gritos de un grupo furibundo de estudiantes que se negó a escuchar sus descargos. Todo esto solo por mencionar algunos casos recientes.
Desde luego estos fenómenos cancelatorios no son exclusivos de esta institución. Se repiten constantemente –para agendas de todo tipo– las funas, protestas, tomas y paros en que la tónica es la misma: existe una verdad moral incuestionable que se impone con el poder de la presión impidiendo espacio alguno para el contraste entre posturas diversas.
Esta dinámica afecta los niveles de participación e interés en lo político, porque la política es en su esencia deliberación acerca de nuestras ideas de bien y de mal. Cuando ese debate no existe, imponiéndose una mordaza ex ante, no existe lugar siquiera para la política en su sentido genuino, la cual queda reducida a mero gritoneo.
Peor aún, con esto se desdibuja lo universitario en su naturaleza misma: una universidad está llamada a ser un lugar donde “todas las verdades se tocan”, tal como lo dijera Andrés Bello al inaugurar la Universidad de Chile. También recordaba Jorge Millas que “cuando los estudiantes proclaman que el único modo en que puede funcionar la universidad es según su particular modo de entender los problemas y asumen la actitud de la violencia estudiantil para imponerlo, están también traicionando el espíritu universitario y cavando la tumba del espíritu libre”.
Cabe aclarar eso sí que la cancelación no se reduce al fenómeno de las funas o asonadas, que son más viejas que el hilo negro. Lo que hoy palpamos corresponde a un cierto ambiente de presión generalizada, que puede existir externamente a un sujeto pero también nacer desde su fuero interno. El resultado es que nos cuesta discutir acerca de ciertas cosas o expresar una opinión en público con honestidad. Por ejemplo, la encuesta Ciclos de la Universidad Diego Portales, de enero pasado, arroja lo siguiente: los jóvenes aumentan considerablemente los niveles de disposición a autocensurar sus opiniones, respecto de una década atrás. Por ejemplo, entre 2011 y 2023, pasa de un 30% a un 47% la cantidad de jóvenes que sólo expresa su opinión frente a personas de confianza, y de un 22% a un 56% quienes prefieren seguir la corriente y no discutir cuando no están de acuerdo con las opiniones de otros.
Finalmente, toda esta presión cancelatoria se ve amplificada debido a la inmersión en lo digital y las redes sociales, que es una dinámica bien marcada de las nuevas generaciones. Pero además esa cultura de la digitalidad es algo que reconfigura la manera de vincularse colectivamente y participar en el espacio universitario. También hay otros factores aparte de lo cancelatorio: existe una crisis global de todo tipo de instituciones mediadoras, o también muchas veces la representación estudiantil se ha visto reducida a meros centros de eventos. Cuando ello es así, no es un misterio que se aleje a los jóvenes porque organizar fiestas por sí solo no genera compromiso a largo plazo ni logra ofrecer sentido de pertenencia alguno.
Al final se produce un círculo vicioso: muchos jóvenes se alejan de la política en sentido amplio porque les cuesta alzar la voz, no les hace sentido o la encuentran tóxica, pero con eso ella pierde muchos talentos y vocaciones de servicio que podrían contribuir a revitalizarla. Recordemos además que en la calidad de la participación estudiantil y sus liderazgos se puede estar fraguando el carácter de nuestros futuros liderazgos nacionales. Después de todo, varios que fueron dirigentes hace más de una década de esas federaciones venidas a menos, hoy se encuentran en La Moneda.
José Miguel González es director de formación de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 13 de junio.