La familia en nuestra sociedad constituye un espacio donde se desarrollan una multiplicidad de funciones sociales. En ella se gesta la vida, nos formamos como individuos, se organiza la vida social y, por cierto, se desarrollan los proyectos vitales. Así, un Estado que reconoce a la familia como el núcleo fundamental de la sociedad debiese no sólo considerarla como principal beneficiaria de sus políticas públicas, si no también, comprender su rol protagónico en la reproducción del bienestar social. Sin embargo, lo cierto es que hoy, ambas premisas —tanto atender a los dolores de la familia como relevar su función utilitaria para dar solución a estos mismos— han sido desplazadas de la formulación de políticas públicas. Hemos dejado de poner a la familia en el centro de las discusiones políticas.
Para entender lo anterior, basta con observar cómo se organiza nuestro sistema de protección social. Los distintos programas sociales que lo conforman, aunque atienden a la familia como unidad beneficiaria, no la consideran como un sujeto político que cumple funciones primordiales al momento de dar solución a las distintas problemáticas, sino más bien como un conjunto de individuos que conviven bajo un mismo techo y que deben ser asistidos de forma aislada según las circunstancias que les aquejan. Así, los programas sociales se organizan de forma parcelada, e incluso —en algunos casos— pasan por alto el insoslayable protagonismo de los mismos familiares en los asuntos a tratar. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los cuidados de personas en situación de dependencia funcional donde en la mayoría de los casos, los programas asisten en forma separada a dependientes y cuidadores sin considerar como unidad de intervención a la familia —y todos sus integrantes— soslayando su funcionalidad central en las labores de cuidado.
Ahora bien, esto no se reduce exclusivamente a nuestro sistema de protección social. Nuestro sistema tributario, por ejemplo, no considera a la unidad familiar como contribuyente, aún cuando las cargas —deudas, consumo, cuidados, etc— son asumidas en forma conjunta. Muy por el contrario, para el SII la familia consiste en individuos que, a pesar de compartir techo y comida, contribuyen por separado. Es el caso también de nuestras políticas habitacionales. La oferta pública de viviendas en Chile, lejos de comprender las dinámicas que se reproducen en la familia —donde distintas generaciones viven bajo un mismo techo, dándole una especial valoración al estar físicamente cerca de los suyos—, lucha contra el déficit habitacional desde soluciones absolutistas que no consideran el valor de la proximidad familiar y su funcionalidad en la superación de contextos de vulnerabilidad. Así, quienes finalmente logran su casa propia lo hacen a costa de trasladarse —a veces incluso de ciudad— rompiendo así con sus redes de apoyo. En tiempos en que la población envejece y hay mayor demanda de cuidados, elementos como la proximidad familiar deberían ser parte central del diseño de políticas habitacionales, mas no lo son.
Desestimar el rol de la familia en la reproducción de bienestar social, y pasar por alto su potencialidad no es inocuo. Muchos de los profundos dolores que aquejan a nuestra sociedad encuentran asilo en la familia, por lo que reivindicar su importancia en la discusión y formulación de políticas públicas debe ser una prioridad país de primer orden.
Juan Pablo Lira, es Investigador de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 2 de febrero.