16 asesinados. Múltiples disparos. Balaceras coordinadas, balaceras espontáneas. Varias ráfagas de disparos. Masacres en casas y plazas acribilladas. Este fin de semana —XL para algunos— también fue XL para los crímenes con armas de fuego en Chile. Sorprende que no sorprenda, pero los records van y vienen. Y no parece haber atisbos de detención. Estos trágicos episodios son, al mismo tiempo, cifras y vidas. Son números y personas. Son récords y pérdidas humanas.
Como cómputos de la Teletón, el conteo del registro de homicidios se actualiza día a día. O incluso por hora. Y el drama es que detrás del conteo y los lamentos generalizados, hay familias enteras que se desgarran impotentes por no haber opuesto suficiente resistencia o no haber podido evitar lo que ya es inevitable.
En esta ambivalencia entre números y vidas, la frialdad de los primeros gana la pulseada, lo que genera que estemos todos mal acostumbrándonos. Los ciudadanos, por un lado, progresivamente adquirimos la pésima costumbre de normalizar dramas anormales, y de asumir como un hecho incontenible que la delincuencia que mata es imbatible. Las autoridades políticas, por su parte, cultivan la costumbre de la condena tajante, clamando obviedades cada vez menos obvias, como que nadie está por sobre la ley, que la justicia actuará, que se aplicará todo el rigor que la ley les confiere. Y finalmente, luego de presentar ciegamente querellas contra quienes resulten responsables (¿existirá tramitación más inútil en la vida?), y de morigerar la situación al compararse con países de la región, esperan que pase el tiempo y cruzan dedos y brazos para que no se repitan episodios similares en el corto plazo. Y de paso, reafirman a sus personeros en sus puestos.
Por su parte, la oposición —sin atribuciones, pero sin contrapropuestas productivas— pide renuncias, condenan lo sucedido, dicen que todo está desbordado, y constatan hechos que todos conocemos.
¿Gana alguien? Sí. Hay quienes sacan cuentas. La autoridad, que parece entre desnuda y paralizada, tiene otros enemigos —además de los antisociales— que calculan cuándo y cómo dar el salto.
Y es que la peligrosa sensación de ausencia de poder también sigue su propio manual, como lo es la teoría cinética de los gases: el vacío no existe. Ni el físico ni el político. Si la democracia no resuelve aquello que se le exige solucionar, dicha teoría señala que indefectiblemente vendrán soluciones y sistemas nuevos. Ellos llegarán encarnados por líderes que no consideran a los derechos humanos como garantías ante la arbitrariedad sino como odiosos escollos ante la impunidad. Y esos líderes, que no dudarán en satisfacer una demanda que (con justa razón) clama por satisfacción inmediata, llenarán el vacío que la democracia no pudo evitar. ¿Podrá superarse el cruento dilema entre el remedio desconocido y la enfermedad que quita vidas?
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 18 de julio.