En los últimos años, hemos presenciado el aumento alarmante de desconfianza, fragmentación y anomia en nuestra sociedad. El último número de la Revista Raíces, publicado ayer por IdeaPaís y Fundación Konrad Adenauer, reflexiona hasta qué punto estos fenómenos —que cobraron una fuerza social aparentemente incontrastable desde 2019— se explican a partir de un debilitamiento, o directamente ausencia, de una moral compartida.
La ministra Carolina Tohá, haciendo intentos por salir de la perplejidad ante la denuncia de violación contra su subalterno más importante, explicó que, aunque lo exigido por la normativa fue debidamente cumplido, quedó en evidencia que hicieron falta protocolos más adecuados para responder con mayor asertividad. Pero, ¿son realmente protocolos lo que se necesita para responder ante problemas de este calibre?
Ante los episodios de colusión y corrupción de las últimas décadas —de los cuales los casos Convenios y Audios son solo los más recientes— la ciudadanía y la discusión pública buscan respuestas desorientadamente —aunque de manera justificada— en más regulaciones y transparencia. Pero si omitimos la necesaria reflexión sobre la naturaleza de los hechos, los protocolos serán siempre insuficientes.
Suele aducirse que la ética debe quedar relegada al fuero personal de cada cual. Andar pontificándole al resto principios que son personales sería «muy poco siglo XXI». Pero esto puede tratarse de muchas cosas, menos de pontificar. Se trata, más bien, de constatar que todas las actuaciones que uno hace en el día a día las llevamos a cabo en sociedad, como parte individual que resulta indisociable —valga la redundancia— del todo. Y por eso, decir que cada uno tiene su moral, y que eso no incide en el resto, es falso. De hecho, ninguna democracia es privada, porque asumimos que quienes viven en ella tienen presupuestos básicos que son compartidos. El respeto a la dignidad humana, el fomento de vínculos sociales fuertes, la condena a la violencia y su entrega monopólica al Estado, el fortalecimiento de la estructura familiar, la lógica intergeneracional, etc., son ejemplos de temas en los que debe existir una visión común, para que las vidas personales convivan armónicamente y no se fagociten entre sí.
La relativización de este tipo de acuerdos morales acarrea problemas profundos, como minimizar la violencia que vemos todos los días en las calles; la crisis de autoridad que vemos con los profesores, con Carabineros y en muchos casos con los padres de familia; el abandono de padres a sus hijos o el abandono de hijos a sus padres, como nos recuerda el Agente Topo; entre otros.
Tal como apuntara Benedicto XVI: «si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia».
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 05 de diciembre.