El asentamiento ilegal de San Antonio nos obliga a volver la mirada sobre la pobreza y la vulnerabilidad. Un tema que fue de máxima prioridad en Chile en los años 90, ha perdido fuerza en la agenda pública. Quizás porque nos contentamos con el progreso material y económico sin precedentes en la historia chilena. Quizás también porque las élites políticas creyeron que los intereses de las clases populares estaban en la construcción de nuevas identidades político-culturales, y no en la satisfacción inmediata de carencias materiales y sociales.

El modo de resolver la megatoma ilustra las tensiones que enfrentan las decisiones políticas cuando hay principios importantes de proteger en pugna. Aunque es de consenso la existencia de un deber imperioso de cumplir el fallo judicial que ordena el desalojo, vale la pena detenerse en la vulnerabilidad social que está de fondo: ¿tiene el Estado un deber de atención a esa vulnerabilidad?

La respuesta no es obvia aunque lo parezca. Desde una vereda, se presenta la solución como un mero asunto de fuerza pública. Basta con restablecer el imperio de la ley y desalojar el predio usurpado ilegalmente. Se invoca el criterio de responsabilidad para argumentar que ni a la sociedad ni al Estado les corresponde un deber de auxilio cuando la vulnerabilidad es consecuencia de decisiones propias.

Pero si entendemos la vulnerabilidad social y económica como la exposición a un mal probable, derivamos rápidamente en que dicha condición impide vivir una vida realizada. Una persona vulnerable, en mayor o menor medida, carece de esos mínimos constitutivos. Por ello, la vulnerabilidad no es merecida ni siquiera cuando es producto de la propia responsabilidad, a menos que estimáramos cierto que hay personas que merecen vivir indignamente.

La carencia de vivienda adecuada es especialmente relevante en este contexto, pues se constituye como una de las fuentes más importantes de vulnerabilidad. Vivir en campamentos y/o tomas ilegales expone a las familias a riesgos graves de salud física y mental, a limitaciones en el acceso a la educación de niños y adolescentes, genera exclusión social y perpetúa los círculos de pobreza. La responsabilidad del Estado es total respecto de estas consecuencias.

Una sociedad que cree que la condición de vulnerabilidad no es compatible con el respeto a la dignidad humana no puede sino atenderla bajo un ethos comunitario basado en el igual estatus moral que le corresponde a todos los miembros de la especie humana.

Los modos de atender dichas vulnerabilidades, por cierto, son siempre motivos de deliberación. Sectores políticos ligados al oficialismo han interpretado equivocadamente ese deber de atención al establecer discursos que validaban la usurpación e instaban a los pobladores a resistirse a posibilidad de un desalojo.

Con todo, que el marco político actual no nos haga olvidar las vulnerabilidades que permanecen ocultas y que son causa de tantos otros males.

Kevin Canales es director regional de IdeaPaís Biobío. Columna publicada en La Tribuna, el 12 de diciembre.