Dentro de los múltiples niveles de análisis que hay para aproximarse a los resultados del plebiscito, uno de los más relevantes es la «contradicción vital» en que se encuentra desde hoy, 18 de diciembre, la izquierda chilena.
El gobierno ganó, pero perdió. No es una victoria pírrica (aquella que se logra con cargo a costos gravosos el proceso), pero se parece a ella. Y se parece, porque (i) es una victoria: la opción que abrazaron los partidos de la coalición gobernante se impuso con propiedad en las urnas. Eso le da un suspiro a un gobierno que denota mucha desorientación, y le permite tomar algo más de control de una agenda plagada de hechos desfavorables a sus propósitos. Y (ii) es cuasi pírrica, porque ella tuvo excesivos costos, siendo uno de ellos el realmente significativo para el gobierno: victoria de En Contra legitima la Constitución vigente y consolida con ello su renuncia ideológica.
En efecto, los resultados son una mala noticia para el gobierno. Ellos implican renunciar —con un mandato democrático de por medio— a acaso la principal motivación bajo la cual construyeron su proyecto político: darle a Chile una nueva Constitución. Apoyando la opción En Contra, se convirtieron en cómplices y promotores de la Constitución vigente, la misma a la que apenas ayer atribuían todos los males. Legitimaron con la fuerza de la votación popular lo que consideraban inmoral. Y de paso, se comprometieron —vagamente, temporalmente, a regañadientes, pero se comprometieron al fin— a no impulsar otro proceso constituyente si triunfaba la opción En Contra.
Todo esto es dramático para la izquierda chilena. Por eso nadie celebró, porque acto seguido de terminar de saborear la especial sensación de lo que significa ganar, siempre viene la pregunta de “qué implica haber ganado”. Y eso, que son noticias mucho más malas que buenas para el oficialismo, resulta un desafío colosal para el futuro de la izquierda y para su justificación como proyecto político consistente en el tiempo.
Ambas opciones de los dos últimos procesos (Apruebo y Rechazo; A Favor y En Contra) compartían elementos entre sí. Las primeras compartían la necesidad de tener una nueva constitución —recordemos que el slogan principal de la campaña del Rechazo era “Recházala por una mejor”—; mientras que las segundas no solo compartían la necesidad de cerrar el proceso constitucional, sino que se arrogaban ser la mejor alternativa para encarnar ese objetivo.
Para el mundo de la centroderecha no fue fácil cumplir con la promesa de proponer un nuevo proceso constitucional, con aprendizajes y mejoras sustantivas. Hubo costos, diversos epítetos y diferencias con sus aliados políticos. Pero la promesa se cumplió, cuyo alcance terminó ayer. Habrá que ver si la izquierda cumple con su promesa vaga de no seguir “hoy” con el proceso constitucional. De cumplir su palabra, sumarán credenciales republicanas, estatura moral y les será más fácil interpretar a una ciudadanía de la que llevan más de una década alejados. Pero con ello le pondrán una lápida a su propia tumba ideológica, consolidando su renuncia programática más relevante. Se trata, sin dudas, de su propia “contradicción vital”.
Quizás la incuestionable legitimación democrática de la Constitución vigente los ayude a tener su propia renovación, al modo en que lo hizo el socialismo en los años ‘80. Crisis son siempre oportunidades. Habrá que ver cómo se toma la izquierda su propia crisis identitaria.
Cristián Stewart es Director Ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 19 de diciembre.