Este año, para el 18 de octubre, el gobierno decidió no hacer grandes conmemoraciones ni discursos. Como diríamos en buen chileno, hizo lo más que pudo que el 18-O «pasara piola». La razón seguramente es estratégica: con una baja aprobación y ad portas del plebiscito constitucional, el Presidente no quiere dar alimento a sus críticos, así como posiblemente se da cuenta a estas alturas que lo ocurrido en aquellos meses, fue —como tempranamente diagnosticara Carlos Peña— una fuerte “conmoción emocional”.
Aceptar aquello es sin duda un duro golpe a quienes, como el Frente Amplio, se nombraron portavoces del momento, con grandes lecturas del sentir ciudadano y los caminos de solución, pues eran ellos —parte de ese pueblo y generación víctimas del modelo— los que mejor podían entender lo que pasaba. Bien sabemos hoy que esas lecturas no eran del todo ciertas.
Sus elocuentes teorías quedaron cortas a un momento mucho más complejo. Por ello, luego de cuatro años, donde aquella efervescencia ciudadana parece haber quedado atrás, es posible tomar aprendizajes y reflexionar, con más calma y prudencia, sobre lo vivido. Quizás las dos mayores lecciones tienen que ver con que no podemos seguir realizando diagnósticos absolutistas y simplistas. Pues lo que vimos esos días —y que seguimos viviendo— no fue ni simple ni totalizante, y querer agrupar todo en un mismo saco nos seguirá llevando a errores. En la misma línea, no podemos analizar los hechos en categorías binarias, blanco o negro, violencia o malestar, buenos y malos. Ello no sólo impide comprender los eventos de forma más profunda, sino que termina moralizando el debate, poniendo en la vereda de adversario a todo aquel que piense distinto.
Mal haríamos ahora, por ejemplo, en reemplazar aquella retórica de la “desobediencia civil” a la de estallido delictual. Si bien los simbolismos en política importan y ayudan, son escasamente suficientes para ganar ideas —si queremos que estas calen y no sean meramente circunstanciales (como podría ser el caso de este aparente distanciamiento a los hechos ocurridos)— así como tampoco ayudan a comprender.
En efecto, el 18 de octubre vivimos un quiebre de lo más elemental de la vida en comunidad: que la violencia nunca es justificada. Ante la extrema virulencia, cabe incluso preguntarse cuán frágil era en realidad esa convicción en nuestra sociedad. ¿Por qué quienes no eran delincuentes aceptaron los destrozos, saqueos y quemas? Este quiebre, que implica comprender que el fin no justifica los medios, que la violencia instrumentaliza a las personas afectando su dignidad, que lo más relevante para una vida en comunidad es el resguardo del Estado de Derecho, requiere entonces de un arduo trabajo para recuperarlo y para ello no basta una abstracta condena de la violencia.
Una reflexión seria sobre esto, nos lleva a escrutar en aquellos aspectos más ocultos del malestar, aquellos que se esconden bajo esos problemas que resultan visibles: las listas de espera en hospitales, pensiones de miseria, aquellos que tienen que ver con la crisis de autoridad que se vive en las familias, en las escuelas y en la política. Tiene que ver con el debilitamiento de las familias del que nos advertía Gonzalo Vial, con que el matrimonio haya pasado a ser un privilegio de las élites, así como tener un padre presente. Con la marginalidad en la que viven aquellos invisibles, para quienes la violencia es pan de cada día, al punto que les resulta difícil comprender por qué tanta preocupación, pues no conocen otra cosa.
Magdalena Vergara es Directora de Formación de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 25 de octubre.