El reciente plebiscito constitucional ha sido un evento trascendental que merece una reflexión profunda sobre su significado y consecuencias. Este proceso ofrece una oportunidad única para evaluar tanto los avances como los retos que enfrenta la sociedad chilena en su búsqueda de un camino político y social más estable y justo.
Fracaso total. Palabras repetidas por columnistas, panelistas, politólogos y académicos. Al parecer, como nos recordó el uróboro la mañana del lunes, cuatro años tardamos en darnos cuenta de que perseguíamos nuestra propia cola.
Sin embargo, ¿qué hicimos estos cuatro años? Nos dedicamos, desde todos los frentes y a lo largo de todo el territorio, a pensar Chile, porque una Constitución no solo es un texto jurídico-político: también busca plasmar un gran acuerdo social, fruto de un encomiable esfuerzo colectivo, que cimente las bases de una nueva convivencia. Pero, volviendo al símbolo serpentino, ¿fue acaso un esfuerzo inútil?
Tuve la oportunidad de acompañar de cerca este largo itinerario constitucional. Desde la madrugada del 15 de noviembre de 2019 hasta el domingo recién pasado estuve involucrado –primero como ciudadano, luego como funcionario público y, por último, como investigador– en los vaivenes de ambos procesos.
En ambos fui testigo privilegiado de acontecimientos sin precedentes: una participación ciudadana excepcional y valiosamente ejecutada (4.098 Iniciativas Populares de Norma presentadas, 2.847 audiencias y 19.528 cabildos y diálogos realizados); una representación con niveles de diversidad y extensión inusitados (desde una líder yagán de la isla Navarino a un empresario rural víctima de terrorismo en La Araucanía, hasta una abogada aymara de las alturas de Colchane); y un fenómeno casi milagroso: la consecución de acuerdos amplios en temas sensibles y largamente esperados, plasmados en las 12 bases, el 96,5% de consenso del anteproyecto o el 53,7% de la propuesta constitucional.
Estos acuerdos –cual frutos maduros de un largo proceso iterativo– nos permitieron plasmar en texto importantes avances respecto al rol social del Estado, la protección de la familia y las libertades, las urgentes mejoras al sistema político, la provisión mixta en pensiones, salud y educación, la centralidad de la protección al medioambiente, descentralización, modernización del Estado, cuidados, reconocimiento indígena, vivienda, agua, entre muchos otros. Estos avances marcan un antes y un después en el debate democrático. Ya no hay vuelta atrás. Luego del cierre del proceso tenemos la tranquilidad que todas las cartas están claramente desplegadas sobre la mesa. Falta ajustar detalles, pero tenemos las directrices. Sabemos con qué jugamos, qué queremos y qué no.
“De los errores se aprende”, reza el refrán. No solo nuestro registro cotidiano, también nuestra vida política –por momentos, de manera dramática– nos demuestra su veracidad. El proceso constitucional, a pesar de su destino trunco, nos permitió darnos cuenta de que la participación es necesaria, que la representación es posible y que los acuerdos son el único camino fértil para lograr las reformas que necesitamos. Hay quienes preferirían detener este inacabable trance didáctico (“¡basta de aprendizajes!”). Sin embargo, parece que en lo público –como canta el músico y repiten los textos sagrados– también hay que morir para vivir. ¿Qué ganamos? Un nuevo comienzo.
Pablo Mira, es Director de Desarrollo de IdeaPaís. Columna publicada en El Mostrador, el 27 de diciembre.