El proceso constitucional atraviesa un momento crítico. A pesar de que goza de las condiciones ideales para un proceso de esta naturaleza —no concita atención comunicacional, no se contagia con la contingencia, no mueve pasiones desmedidas, ni genera altas expectativas—, la ciudadanía sigue reticente a dejarse convencer sobre su relevancia para el futuro de nuestro país.

El entusiasmo de las elites con el proceso en curso es inversamente proporcional a la total desconexión y desinterés de la ciudadanía. El fracaso de la Convención caló tan hondo en las personas, que su recuerdo opaca lo (mucho) mejor que se está llevando el proceso actual. Sus méritos técnicos y la seriedad con que se ha trabajado a la fecha son ciertamente elementos fundamentales, pero —según se ve— distan de ser suficientes para que la opción “A favor” triunfe en diciembre. Nada será aprobado solamente por su seriedad y sobriedad. Por eso, las más de 1.000 enmiendas recientemente presentadas representan un intento propicio —mejor o peor logrado— para canalizar políticamente lo que ha ocurrido en el último año, y así prender un fuego que se apaga por frío y falta de oxígeno.

Y es que es fundamental que el proceso se revitalice, porque rechazar no es inocuo. No por posibles explosiones sociales que pudiesen sobrevenir si el capítulo constitucional permanece abierto, sino porque un nuevo rechazo implica desperdiciar una oportunidad única para solucionar problemas graves y evidentes de nuestra institucionalidad. En este sentido, dos aspectos aparecen como cruciales. Primero, sin una nueva Constitución, las probabilidades de mejorar el sistema político bajan considerablemente. Nuestro sistema político dificulta que los gobiernos puedan implementar sus programas, y la fragmentación que lo caracteriza seguirá consolidando la resistida incapacidad de los parlamentarios para llegar a acuerdos. Segundo, sin una nueva Constitución, resulta difícil imaginar que mejoraremos el estándar del Estado, que no llega a tiempo, que es antiguo e ineficiente, y cuyo sistema de nombramiento se basa más en afinidades políticas y personales que en el mérito y los conocimientos técnicos.

En ambos temas, rechazar implicaría seguir igual, al menos en estos delicados asuntos. Y eso es una mala noticia, pues significa dejar estos asuntos a lo que constituye, paradójicamente, la principal piedra de tope para su mejoramiento: los incumbentes; esto es, quienes hoy ejercen el poder. Probablemente, esta es la mejor oportunidad para abordar estas materias, porque difícilmente tendremos un mejor escenario para definir cuestiones tan cruciales que nos ayuden a avanzar.

Cristián Stewart, Director Ejecutivo de IdeaPaís, columna publicada por medio La Segunda en el 20 de julio.