La población migrante es la más pobre de Chile. La peor asistida por el Estado. La más injustamente tratada por el mercado. La más discriminada. La más ninguneada. En marginalidad, ganan todos los podios: viven seis veces más hacinados que los chilenos (18,6% vs. 3,3%), están siete veces más desprotegidos en salud (26% vs. 3,9%); son doblemente discriminados en el trato (34,4% vs. 15,8%), doblemente víctimas de homicidios (16% del total); el 90,5% tiene barreras para acceder al sistema bancario; entre otros (Casen 2022). En resumen, a pesar de su mayor escolarización (13,1 vs. 11,8 años) y ocupación laboral (75,6% vs. 54,9%), llevan una amplia delantera en pobreza multidimensional (29,6%), casi duplicando el porcentaje chileno (15,7%).
Entonces, ¿por qué están acá? Si bien Chile históricamente ha sido un país con una inmigración muy baja -desde 1955 a 1995 la tasa migratoria neta fue negativa, es decir, eran más los chilenos que se iban que los extranjeros que llegaban-, en los últimos 10 años se cuadruplicó y pasó de 375.388 (2,2%) en 2010 a 1.736.691 (8,8%) en 2022.
Somos el país de la región que más ha aumentado su población migrante y actualmente tenemos el porcentaje de inmigración más alto de Latinoamérica. ¿Qué cambió? Si bien ha habido diversas interpretaciones, existen algunos hechos indesmentibles, como el creciente liderazgo chileno regional por su crecimiento, estabilidad e indicadores sociales; la articulación de redes migratorias y la aparición de vuelos de bajo costo, lo cual explica la pequeña ola migratoria haitiana abruptamente detenida en 2018; y el recrudecimiento de la emergencia humanitaria en Venezuela, que ha llevado a 7,7 millones de personas a abandonar su país.
Esto último hay que entenderlo bien. El aumento en la población migrante se debe mayoritariamente a la crisis en Venezuela. Los venezolanos pasaron de ser el 1,2% (2006) al 49% (2022) del total de inmigrantes en Chile. ¿Por qué? Porque no tienen otra opción. En Latinoamérica prácticamente no hay «migración voluntaria venezolana». Lo que hay es una migración forzada debido a una emergencia humanitaria compleja -como la de Siria, Ucrania, Sudán, República Democrática del Congo o los Rohingyás en Myanmar- que ha dejado a millones de familias desesperadas sin otra opción que abandonar su querida tierra, dominada por un régimen dictatorial que las está destruyendo y cercenando su futuro. Y Chile no es el primero ni el segundo; es el quinto país receptor de venezolanos. Colombia y Perú nos duplican en cantidad. Incluso Ecuador -con menor población que Chile- ha recibido más venezolanos. La crisis no es privativa de Chile, es una catástrofe regional que nos afecta a todos y que, como países hermanos, debemos enfrentar juntos.
Ahora bien, ¿qué podemos hacer? ¿Tenemos acaso que abrir nuestras fronteras y saturar el país por culpa de Maduro? ¿Es justo que las familias chilenas más necesitadas pierdan sus puestos en las listas de espera, cupos educativos o subsidios habitacionales por el ingreso masivo de extranjeros? ¿Por qué no denunciar también la crisis que se está produciendo en el norte por una inmigración descontrolada? ¿No son acaso los argumentos «pro-migración» defensas buenistas de quienes, desde una posición de privilegio, defienden la migración porque no toca sus puertas?
Como se puede advertir, el problema no es fácil y no basta con apuntar con el dedo a uno u otro político o sector. Tampoco se resuelve con soluciones mágicas o súper-muros -especialmente en nuestro país de 7.801 km de frontera terrestre-. Tenemos que reconocer que estamos ante un desafío de Estado, el cual requiere de colaboración interna y cooperación internacional. Para ello, hay tres ejes de solución que considero fundamentales:
Primero, orden. Tener 8,8% de la población sin la debida documentación lo único que logra es facilitar la instrumentalización de inmigrantes para el narcotráfico y el crimen organizado. La primera y fundamental medida de seguridad nacional -junto con mejorar el control fronterizo- debiese ser la regularización migratoria: El Estado de Chile tiene que saber quiénes están en el territorio, conocer sus antecedentes, cobrarles impuestos, hacerlos sostenedores del régimen previsional, entre otros. Ejemplos de éxito en esta materia hay tanto en el mundo como en nuestra región, siendo el Estatuto de Protección Temporal colombiano promovido por Duque un claro ejemplo de ello.
Segundo, gestión. Varios han señalado que el problema migratorio no se debe a una falta de capacidad de absorción del mercado o la sociedad. El problema es de gestión administrativa y política. «Chile se está acabando», decía recientemente un académico, comentando nuestra alarmante tasa de natalidad (1,3 hijos vivos por mujer). Frente a ello, una política migratoria bien gestionada puede convertirse en una extraordinaria alternativa de estabilidad demográfica y previsional. También permitiría potenciar territorios o sectores donde los inmigrantes ofrecen una valiosa contribución -medicina, agricultura, construcción, educación, entre otros-. La evidencia del aporte económico migratorio abunda. Lo que escasea es la debida gestión para articular ese aporte de forma armónica y organizada. No es fácil, pero tampoco imposible.
Tercero, cooperación. Chile no puede enfrentar el problema solo. Se necesita coordinación regional, tanto para el establecimiento de cuotas migratorias por país, como para la colaboración en inteligencia y seguridad. Sin embargo, hay un hecho capital: Hasta que no resolvamos regionalmente cómo contener el desangre venezolano la situación solo empeorará. Frente a ello, las inminentes elecciones venezolanas son una extraordinaria oportunidad. A pesar de las martingalas oficialistas, la oposición finalmente pudo participar unificada y presidentes de izquierda como Petro o Lula -antiguos camaradas de Maduro- han dado señales de querer una transición democrática. El Presidente Boric también tiene la oportunidad de jugársela por la renovación democrática de la izquierda latinoamericana y favorecer el fin del régimen. De no conseguirse, se calcula que millones de venezolanos -desesperanzados y sin nada que perder- abandonarán su país, proyectando nuevas y graves amenazas para la estabilidad y seguridad regional.
Antes de morir, Alberto Hurtado les confió a sus seguidores un último anhelo: «El que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo». ¿Quiénes son esos pobres hoy? ¿Estamos creando un clima de respeto y amor hacia ellos? ¿Cómo hablamos de ellos? ¿Cómo los tratamos? ¿Nos ponemos en sus zapatos? No todo se resuelve con empatía, pero sin empatía no resolveremos nada. Empatía con los chilenos, lo cual exige proteger su desarrollo y seguridad. Empatía también con los extranjeros. Ellos son los nuevos pobres de Chile. Los más pobres de los pobres.
Pablo Mira es Director de desarrollo de IdeaPaís. Columna publicada en Cooperativa, el 13 de mayo.