La crisis educacional en la que estamos inmersos, si bien tiene dentro de sus causas la indiferencia que por muchos años el Estado mantuvo respecto a la baja calidad de gran parte de los establecimientos escolares de nuestro país; se explica en gran medida por causas más directas relacionadas con “creencias de lujo” o luxury beliefs. Este término fue acuñado por Rob Henderson en 2019 en una columna del New York Post, haciendo referencia a la tendencia de ciertas élites de profesar ideas u opiniones que, si bien confieren mayor estatus a un costo muy bajo, tienen como consecuencia el daño a los más vulnerables.
El autor cuenta que mientras estudiaba en la Universidad de Yale, le llamó la atención que sus compañeros más progresistas en torno al matrimonio, la familia y la religión, es decir, quienes afirmaban que se trataba de creencias del pasado e innecesarias para la sociedad, eran quienes con mayor frecuencia provenían de familias constituidas por padre y madre, se casaban y tenían redes suficientes como para que la experiencia comunitaria de la religión, por ejemplo, fuera del todo prescindible. Parecía que sus creencias no afectaban la realidad que los rodeaba y, al mismo tiempo, obviaban o desconocían los beneficios que esas creencias aportaron en sus propias vidas. Él, en cambio, que provenía de un ambiente de mucha pobreza y abandono parental, se percató de que el verdadero privilegio de sus compañeros consistía en haber experimentado tantas de esas creencias que decían rechazar.
En el ámbito educacional, Henderson considera como creencia de lujo, la irrelevancia que las élites le asignan al mérito. Señala haber visto a sus privilegiados compañeros estudiar día y noche, para luego “sorprenderse” por sus excelentes resultados como si la suerte hubiera sido la causa y no el esfuerzo puesto en el estudio. El problema detrás es que, si las personas desfavorecidas creen que el azar es el factor clave para el éxito, ¿por qué querrían esforzarse?
En nuestro país la irrelevancia en torno al mérito predicada por ciertas élites se hizo ley con la inevitable consecuencia del declive de los liceos emblemáticos ¿No se debía su éxito al esfuerzo de profesores y estudiantes? La clase gobernante insistió en que no era el mérito propiamente tal, sino el capital cultural de las familias que lograban acceder. No obstante, los hijos de los promotores de dicha tendencia no se vieron afectados: en los colegios particulares siguieron estudiando para alcanzar el éxito. También la gratuidad universitaria, así como la insistencia en condonar el crédito con aval del Estado son creencias de lujo. Ciertos sectores insisten en el acceso gratuito a la educación superior como un derecho, sin embargo, no caen en cuenta de que, si los recursos se destinan a dicho nivel en lugar de a los iniciales, muchas personas no podrán acceder a ella por carecer de educación inicial y escolar de buena calidad que les permita tener siquiera la oportunidad de postular. Pero esto tampoco es problema de los más privilegiados: sus familias eligieron para ellas jardines infantiles y establecimientos escolares que los prepararán para ingresar sin problema a la educación universitaria.
A su vez, (y tan arraigada que es difícil considerarla “de lujo”), es la desconfianza en los directores escolares para conformar y liderar sus equipos. Las élites pagan millones en colegios cuyos directores tienen la facultad de contratar, reemplazar y despedir profesores de acuerdo a las necesidades de la escuela que dirigen, y seguramente, en gran parte, el éxito del colegio se debe a esta autonomía. Sin embargo, en el sistema público no se permite al director tomar ninguna decisión de esta naturaleza, y están de manos atadas en lo que se refiere a la conformación de su equipo.
Para finalizar, y probablemente la que más perjuicios ha causado, es la relativización de la violencia escolar. Por un lado, se insiste en la legitimidad de las manifestaciones estudiantiles a pesar de que la violencia que las acompaña impide la realización de clases. Pero por otro, tildan de violentas las acciones de los directivos para frenarlas y se notan muy preocupados de resguardar el derecho a la educación de quienes las realizan, pero no de quienes las sufren. Ciertas élites -hoy conocidas autoridades- justificaron y promovieron estas formas, con el lamentable resultado de dejar a la educación pública en peor pie que el inicial.
En educación, el mayor problema de las creencias de lujo es que mantienen las desigualdades profundas que dicen querer combatir. Contrario a lo que creen sus promotores, no basta hablar de privilegiados y desfavorecidos, si las políticas públicas inspiradas bajo esas ideas continúan aumentando las brechas. El desafío está en que las políticas públicas sean comprensivas de la realidad para lo cual es fundamental recurrir a la evidencia. El escenario actual no permite darnos el lujo de seguir este tipo de creencias.
Francisca Figueroa es investigadora de IdeaPaís. Columna publicada en La Tercera, el 31 de mayo.