El reportaje en la radio BioBio de Sabine Drysdale, junto al informe Cass en Reino Unido sobre terapias afirmativas en casos de disforia de género, hormonización y bloqueos puberales en niños, niñas y adolescentes han remecido el debate público en nuestro país. Comprendiendo que debemos buscar soluciones donde se dan este tipo de terapias, debemos preguntarnos si este tratamiento es el más beneficioso para los menores, considerando la cantidad de cambios irreversibles a los que se les somete, y atendiendo a que falta una reflexión seria sobre su sorprendente aumento en todo el mundo occidental.
Se han levantado cuestionamientos sobre la contundencia científica que respalda estos tratamientos, las edades (hay sugerencias ministeriales incluso desde los tres años), respecto de la premura y sesgos que parecen operar en varios casos y por la ocurrencia de daños serios e incluso irreversibles de estas terapias. Ante esto, el Ministerio de Salud se vio obligado a pausar la aplicación de estos tratamientos en la red pública de salud, convocando a un comité técnico, y el Congreso aprobó una comisión especial para investigar estos casos en el país.
Si bien hay una gran deuda pendiente con el vigor de la evidencia científica de respaldo, lo cierto es que el debate sobre las terapias afirmativas engloba varias otras aristas que se fundan sobre nuestras visiones del ser humano y la sociedad, las cuales urge transparentar.
En esa línea, surgen interrogantes como: ¿Qué rol debe cumplir el Estado y qué esfera de atribuciones puede reconocerse a los padres en este asunto? En la medida que la terapia afirmativa se sustenta sobre una cierta preconcepción del sexo biológico como algo que se puede o incluso debe desacoplar de la identidad de género, cabe cuestionar que sea el Estado quien lo zanje como estándar único para todas las familias.
Por otro lado, existiendo evidencia del daño que la hormonización podría implicar para niños, niñas y adolescentes (esterilidad, disfunciones sexuales, dependencia hormonal de por vida, deterioro óseo, entre otros), cabe entonces preguntarse si tal amenaza a su dignidad debiera ser prohibida con el resguardo coercitivo estatal inclusive. Para quienes suscribimos una perspectiva subsidiaria de la sociedad, son los padres los primeros llamados al resguardo de la dignidad y crianza de sus hijos, pero si atentan contra su integridad por supuesto que hay un deber –también subsidiario– del Estado en precaver, reparar y sancionar ese atentado.
Obviamente la disyuntiva natural que surge es que hay quienes encontrarán más amenazante que aquellos daños o efectos secundarios, el perjuicio que generaría al menor “no transitar”, asunto desde luego delicado y complejo. Pero necesitamos que se transparenten estas miradas, dejando de lado perspectivas de falsa neutralidad del aparato estatal que terminan obviando estas tensiones: aquí hay un nivel de discusión de criterios técnicos y científicos desde luego, pero las demás concepciones fundantes cumplen su rol también y es mejor ponerlas sobre la mesa que esperar a que se cuelen por la ventana, parafraseando a Leo Strauss.
Finalmente, hay que ser majadero con que un debate de esta naturaleza implica un rebaraje de las fuerzas y los ejes usuales que dividen nuestro tablero político. La gravedad y magnitud del impacto en nuestros niños, más allá de que pueda nacer de la mejor de las intenciones –aunque quizás de la peor de las negligencias–, no es una preocupación exclusiva de un sector u otro ya sea izquierda, derecha, liberales o conservadores. Los hechos después de todo lo respaldan: hay sugerencias ministeriales que reglamentaron el marco para estos tratamientos provenientes del gobierno anterior y también del presente. De esta manera, así como cabe exigir contundencia y seriedad al oficialismo por su escalada y empuje en una dirección, corresponde exigir a la actual oposición una necesaria autocrítica y responsabilidad. Estamos ante un asunto interpelador para todos y que requerirá de un compromiso transversal ejemplar.
José Miguel González es director de formación de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 12 de julio.