Aunque contradictoria en cuanto a las conclusiones, la entrevista a Agustín Squella de ayer en este medio arroja luces acerca del verdadero drama que circunscribe a la eutanasia. Defendida como un derecho o como el punto cúlmine de la autonomía individual, elegir la propia muerte, en los hechos, está lejos de ser el clímax del ejercicio de la libertad y la racionalidad del individuo. Más bien, parece ser el resultado de envejecer en una sociedad obsesionada con la juventud y la productividad, o de la desgracia de tener que hacerlo en la pobreza, como el mismo autor refiere.
Ambas cosas apuntan finalmente a lo mismo: dada la búsqueda de la eficiencia y la excesiva valoración de lo nuevo, nos privamos de dar a la vida —y en consecuencia a la muerte— un sentido más profundo que lo meramente material. La vida se estimaría, por tanto, de acuerdo a la utilidad material que reporta, y no a lo que es en sí misma: un derecho que se confunde con una dignidad sagrada, y que por lo mismo, debe ser protegido por lo inconmensurablemente valiosa que es. La pobreza, que ha existido en las sociedades desde tiempos inmemoriales, puede predicarse ya no sólo respecto de las carencias materiales u oportunidades, sino del dolor que produce no encontrar un verdadero sentido para vivir la vida en todas sus etapas y dimensiones. Es ahí donde la eutanasia exige una reflexión honesta: ¿es una solución válida para poner fin a un dolor o es la consecuencia de una visión de la vida carente de sentido? ¿Podemos como sociedad cambiar hacia una mirada que valore más al ser humano por ser quién es y no meramente por su utilidad o productividad?
No deja de ser paradójico que, mientras responsabilizamos a la sociedad y sus estructuras por la desigualdad que existe al ejercer y reconocer nuestros derechos, cuando se trata de la vida —el más elemental de los derechos— no hay sociedad que se responsabilice por el sinsentido que se experimenta, quedando el individuo a la deriva. En palabras del filósofo Byung-Chul Han, «mientras nos esforzamos en vano por curar la propia alma perdemos de vista las situaciones colectivas que causan los desajustes sociales».
El debate que Squella considera zanjado ni siquiera ha comenzado si no agotamos todas las alternativas materiales y morales que podamos ofrecer a quienes experimentan la desesperanza hasta las últimas consecuencias. La decisión de pensar en poner fin a la vida de seres queridos tiene otras soluciones, distintas a buscar proactivamente la muerte, para que los últimos momentos de la vida dejen de ser un sinsentido que valga la pena suprimir. Los cuidados paliativos, por de pronto, tienen una regulación nueva, mucha cultura reciente y una rica experiencia que debe ser más concientizada en Chile ,en el marco de la promoción de una cultura que promueve el valor intrínseco e irrenunciable que tiene, siempre, la vida humana.
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 19 de diciembre.