En una reciente columna en El País, Michelle Bachelet intenta defender las banderas del progresismo como la vía hacia una sociedad más justa y equitativa. Bajo el título “Primero ideas y unidad”, Bachelet arenga a los suyos relevando la importancia de detener a la extrema derecha, cuya llegada al poder significaría «un retroceso en materia de derechos de las personas, especialmente de grupos que han sido históricamente marginados».  Señala la expresidenta, adicionalmente, que existe una profunda desilusión con la política, y que las personas ya no confían en las autoridades ni en sus instituciones.

La crítica a la extrema derecha —con argumentos similares a los que Bachelet esboza— fracasó en Estados Unidos. Habrá que ver si en Chile tiene más efecto. Pero ciertamente acierta Bachelet en lo concerniente a la desconfianza. ​​Nuestra crisis de desconfianza hacia los partidos y a todo lo que tenga tenor político es un problema de primer orden. Una de las maneras de abordar este asunto es que los políticos, como Michelle Bachelet, den cuenta de sus acciones. Al omitir convenientemente el negativo impacto que la reformas de su segundo gobierno han tenido en las crisis que hoy enfrenta Chile, Bachelet profundiza esa desconfianza que dice querer superar.

El mejor ejemplo de esto es la reforma tributaria de 2014. Lejos de financiar derechos sociales como se planteaba, terminó reduciendo la inversión en el país, afectando especialmente a las pequeñas y medianas empresas.  La tasa de recaudación de impuestos en los primeros años se desplomó, y según análisis recientes, las tasas de inversión cercanas que tuvimos entre 1990 y 2014, que fueron en torno al 27% del PIB (en promedio), pasaron al actual 23%. Todo lo anterior, además de la complejidad de la reforma, devino en un estancamiento económico y en una precarización del mercado laboral.

Otros ejemplos son la reforma educacional, promovida como un avance hacia la equidad y la calidad, pero que en la práctica no avanzó ni en lo uno ni en lo otro. O la reforma electoral, que hoy tiene al Congreso Nacional absolutamente fragmentado y alejado de la ciudadanía, a pesar de que su título haya sido «Sustituye el sistema electoral binominal (…) y fortalece la representatividad del Congreso Nacional».

Es irónico que mientras Bachelet alerta sobre «el avance de la extrema derecha», su legado sea una de las razones del malestar ciudadano que impulsa estos movimientos. Sus cambios estructurales —acaso el primer antecedente del afán refundacional de este Gobierno— requieren mucha mayor explicación y deben ser ampliamente escrutadas, precisamente para devolverle la confianza a la ciudadanía y cumplir con el propósito que Bachelet desea.

Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 30 de enero.