A partir del 2019, nuestro país ha vivido períodos excepcionales que marcarán una etapa en nuestra historia política. La institucionalidad determinó –sin pensarlo ni calcularlo– que el cambio constitucional marcaría la agenda política de los últimos años, ni más ni menos que con dos procesos fallidos. Ante esta excepcionalidad, es necesario analizar, con cabeza fría, cuáles fueron los aprendizajes que podemos sacar de este período.
Primero, es necesario recordar que el inicio del proceso de cambio constitucional nace de una crisis política y social sin precedentes, que tuvo a la institucionalidad democrática en jaque, por lo que el Acuerdo por la Paz –que dio vida al primer proceso–, fue una “válvula de escape” a un álgido momento. Y como tal, no está exenta de problemas de diagnóstico sobre la raíz de los dolores de la sociedad. Por este motivo, la discusión constitucional posterior –de 2022 y 2023– se centró en incorporar respuestas sociales en una propuesta constitucional, dejando de lado la sana discusión legislativa y las reales prioridades ciudadanas, y abriendo el espacio para que agendas identitarias se plegaran en las normas. De esta manera, la importancia de deliberar mejoras al sistema político y a la institucionalidad, fue reemplazada por discusiones sobre autonomías territoriales indígenas, pluralismo jurídico, y tantas otras disposiciones que apartaron la discusión del foco propiamente constitucional. Llegado el turno del Consejo Constitucional (segundo proceso), aunque intentó corregir los errores de la fallida Convención, no logró demostrar con suficiencia la diferencia con su antecesora.
Segundo, es evidente que existen falencias en el comportamiento de los actores políticos. Pese a que el segundo proceso consideró una institucionalidad que el primero no tuvo –como las 12 bases constitucionales, la Comisión de Expertos, o el Comité Técnico de Admisibilidad– tampoco logró plantear una propuesta de unidad. Es decir, existe un problema político que no se soluciona con mayores o menores reglas de aprobación de tres quintos o dos tercios, sino que se traduce en voluntad política de los sectores, y de ceder cuando sea necesario en las discusiones más relevantes. La experiencia que tenemos, es que hubo un repliegue o atrincheramiento de los sectores políticos en las temáticas constitucionales más álgidas.
Un tercer aprendizaje por muy simple que parezca, es la honestidad. Lamentablemente, los comandos de campañas recurrieron a estrategias destructivas y en algunos casos, derechamente falaces. Poner en duda la gratuidad universitaria o la ley “Papito Corazón”; incorporar contenidos que jamás se debatieron, como lo fue el Sistema de Admisión Escolar, más conocido como “tómbola”; o intentar personalizar el plebiscito en la figura del Presidente -si Boric vota En Contra, yo voto A Favor-, son ejemplos de que, al parecer, en períodos de campaña “todo vale”, no evaluando los graves efectos que estas decisiones generan en la confianza de las personas en los años venideros.
Finalmente, hay aprendizajes y desafíos para el gobierno. En primer lugar -aunque impopular-, priorizar los esfuerzos legislativos en reformar el sistema político, con el objetivo de solucionar las deficiencias que hoy tiene, como lo es la fragmentación, la indisciplina partidaria y un excesivo número de partidos políticos, que impiden avanzar en la aprobación de proyectos de ley. En segundo lugar, avanzar en una agenda ciudadana que se avoque a resolver las urgentes demandas que nos aquejan como lo es seguridad, pensiones y la crisis educativa. Y en tercer lugar, reconocer que el proyecto político con el cual la generación del Frente Amplio llega al poder queda fuertemente dañado, puesto que la Constitución “escrita por cuatro generales” ha quedado doblemente legitimada por la ciudadanía, tirando por la borda, al menos en su gobierno, el tener una Constitución nacida en democracia.
Matías Rivera, es Coordinador regional de IdeaPaís en O’Higgins. Columna publicada en El Rancagüino, el 10 de enero.