En las fondas dieciocheras —mal que nos pese—, hace años que se escucha más cumbia que cuecas. Es un dato. Nos encantaría que la cueca fuera aún más bailable, pero no hay caso: la cumbia es popular, en los centros urbanos y en los sectores rurales. Es bastante común ver que en fondas de renombre se desplieguen grupos de cumbia tocando en vivo. Y el público, olvidando pasajeramente sus problemas, baila feliz la cumbia, dejando de lado el pago de la tarjeta de crédito, el taco del día lunes o el drama por el que atraviesa nuestra amada selección de fútbol. Es nuestra forma de sobrevivir.

Con el “Caso Audios” pasa algo similar. La clase política lleva semanas bailando al ritmo  que pone la banda musical del momento: la Sonora de los Hermanos Hermosilla. Porque es Juan Pablo quien marca la pauta de la prensa, y de lo que la política opina o deja de opinar. Su despampanante cadena nacional callejera, en que prometió que pediría el respaldo de todos los whatsapp de Luis (de casi un millón de páginas), fue el inicio de una dinámica que recién está comenzando.

Ellos llevan la batuta. Y si bien muchos están atentos a lo que pueda aparecer en ese celular radioactivo, en cuyo seguimiento abundan el morbo y la expectación, nos debemos observar silentes a esta dinámica. Porque no corresponde que el Poder Judicial reaccione ante filtraciones de conversaciones por whatsapp entre imputados presentes y probables. No es inocuo que existan filtraciones en procesos judiciales que investigan hechos que podrían terminar por horadar completamente la vulnerable fe pública. No es sano esperar a que la Sonora revele información a goteo, porque esas publicaciones irán construyendo el caso de un modo inequívocamente funcional a su propia estrategia.

Nuestra arquitectura institucional atraviesa por una de sus crisis más severas. Al igual que en los casos de financiamiento irregular de la política o «Sobresueldos», el caso «Audios» devela prácticas que cruzan diversos poderes del Estado, con actitudes bajas que obedecen a fines miserables. Porque tergiversar la función pública para beneficio propio es algo miserable, pues dinamita la (poca) confianza que tenemos los ciudadanos en la institucionalidad, que es aquello en que basamos nuestras decisiones y que no podemos (ni debemos) controlar. Si se acaba eso, todo se acaba.

Como es probable que después de todo esto Chile tome medidas institucionales que mejoren nuestra transparencia y probidad (sistema de nombramiento de jueces, lobby de los ministros, y nexo entre dinero, poder y política — ¡enbuenahora!), es fundamental criticar cómo se está desarrollando este proceso. Habría que advertir a varios que por bailar cumbia tan entusiasmados, el terremoto se les puede derramar, aguando el resto de la temporada primaveral. Que recién comienza…

Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Carta publicada en La Segunda, el 12 de septiembre.