“Cataclísmica”. Así describió el Alto Comisionado para los Derechos Humanos la situación en Haití en el informe presentado la semana pasada al Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Y es que las 1.554 muertes civiles registradas en estos tres primeros meses del año no ameritan otra palabra. Lo que está pasando en nuestro país hermano americano es una tragedia inconmensurable. Sólo para poner en perspectiva, las seis mil víctimas civiles en Haití durante el último año casi duplican los ejecutados y hechos desaparecer durante los 17 años de dictadura en Chile. Esto sin contar los 1.962 secuestrados, 1.668 gravemente heridos y 313.900 que han quedado sin casa, dejando a las familias haitianas desesperadas, sin alimento, salud y protección, en un país donde el 80% de su capital la controlan las guerrillas.
Pero estas fatídicas cifras no son hechos aislados. Haití ha sufrido por décadas una crisis política e institucional que lo ha dejado sin herramientas para hacer frente a sus dolores crónicos. Y lo peor de todo: a vista y paciencia de una comunidad americana e internacional desarticulada e ineficiente. En efecto, el caso haitiano es estudiado como uno de los grandes fracasos de la comunidad internacional. El saldo de los últimos 20 años de intervención militar y económica y los más de 20 billones de dólares gastados en ayuda humanitaria es deprimente: 63% de pobreza, 38% de analfabetismo y el penúltimo país del mundo en seguridad alimentaria (casi la mitad de la población no tiene comida suficiente).
Tampoco son meros números. Hace un par de años me tocó recorrer el país de norte a sur siendo testigo de la impotencia de las familias y jóvenes haitianos que intentaban hacer frente a un panorama desolador. Las consecuencias del terremoto de 2010 –con sus 250.000 muertos y una destrucción estimada en el 120% del PIB–, sumado al letal brote de cólera y al desastre del huracán Matthew el 2016, dejaron a un país devastado y con un Estado prácticamente inexistente. Me sorprendió constatar cómo, a pesar de estar a pocos kilómetros de atractivas ciudades como Miami, Punta Cana y San Juan, el país carecía de servicios básicos como agua potable, luz eléctrica, alcantarillado, entre otros. No sin pavor me tocó bajarme de un “tap-tap” en pleno centro de Puerto Príncipe a las 8 de la noche con una oscuridad sin par; la falta de alumbrado público sumado a una noche sin estrellas dejaba la ciudad totalmente en penumbras, escenario evidentemente favorable para el crimen y la delincuencia.
Hoy hay más de once millones de personas atrapadas en una isla donde se les quita tempranamente la vida a sus adultos, la esperanza a sus jóvenes y la protección a sus niños. La situación no da para más; las familias haitianas requieren del compromiso solidario y eficaz de la comunidad internacional, particularmente de la americana, para contener el desangre de esta herida que no deja sino de agrandarse silenciosamente, empantanado, con su saldo de muerte, el compromiso humanitario y la calidad democrática de la región.
Cabe preguntarse entonces: ¿qué podemos hacer? Primero, que duela. Es necesario que lo que está pasando en Haití nos incomode. Que lo sintamos un poco. Al menos un dolor semanal. Sólo así permitiremos que germinen las creativas respuestas que el país americano necesita. Segundo, ensayar respuestas. Si hay algo de qué enorgullecerse son las múltiples y variopintas iniciativas que personas y fundaciones chilenas han aportado a la población haitiana en áreas tan heterogéneas como educación, deporte, salud, niñez, entre otros, siendo la escuela République du Chili en Puerto Príncipe un claro ejemplo de ello. Sin embargo, todavía hay muchísimo por hacer. Luego de conversar largamente con una académica haitiana me preguntaba: ¿Cómo aportar algo de nuestra “estabilidad institucional” a un país que urgentemente lo necesita? ¿Cómo ayudar a formar y empoderar a jóvenes haitianos que doten de nuevos liderazgos al segundo país con más corrupción del continente? ¿Cómo fomentar el desarrollo económico en el país americano más pobre? Preguntas que debemos tener presentes considerando el creciente liderazgo que ha asumido Chile en la región.
Tercero, empezar por casa. El cierre de nuestras fronteras a migrantes y refugiados haitianos no puede ser la única respuesta. Tampoco el abandono de la comunidad haitiana residente en Chile, la cual, si bien representa solo el 0,9% de nuestra población, constituye uno de los grupos más vulnerables, siendo muchas veces víctimas de una “triple discriminación” (pobreza, raza e idioma). Esto ha sido especialmente resentido por las familias haitianas, las cuales han tenido en los últimos 5 años un “saldo migratorio negativo”, es decir, son más las que abandonan el país que las que llegan. Lo anterior debe ser motivo de preocupación. Basta visitar la población Los Nogales en Estación Central o la Parinacota en Quilicura para darse cuenta que sus condiciones materiales son particularmente nefastas, a pesar del aporte que realizan en sectores productivos como la agricultura y la construcción, sumado a una tasa de delitos muy baja (representan solo el 0,1% de la población penal).
Miles de años atrás se preguntaba el viejo Caín si acaso era él el guardián de su hermano. La misma pregunta podemos hacernos hoy. ¿Tenemos que meternos en esto? ¿Acaso no tenemos suficientes problemas acá en Chile para preocuparnos de otros lados? ¿Nos corresponde? Preguntas y más preguntas con las cuales se pueden organizar debates, charlas y congresos. Por mientras, una familia americana llora desesperada. Ojalá que nuestra respuesta no llegue demasiado tarde. Porque para ellos, como a veces en esta vida, no hay una segunda oportunidad.
Pablo Mira es Director de desarrollo de IdeaPaís. Columna publicada en Cooperativa, el 5 de abril.