El mundo no es democrático. No es novedad. Sólo 91 de los 193 Estados reconocidos por la ONU tienen regímenes democráticos (47%). El 71% de la población mundial (5.700 millones) vive en regímenes autocráticos, siguiendo la larga tradición gubernamental de la historia desde que tenemos registros hasta la tímida aparición democrática, consolidada durante el s. XIX, expandida a fines del s. XX y con un lento y tortuoso declive durante nuestro s. XXI.
América Latina parece ser la excepción. Nuestros gobiernos independientes se entendieron en contraposición a la propuesta monárquica española e imperial portuguesa. Si bien esto no implicó adoptar un régimen democrático inmediato, fue el cimiento para cerrar el siglo pasado con buenos números: Pasamos de solo 2 países democráticos en 1977, a tener todos los países sudamericanos considerados como democráticos para el 2000. Pero esta tendencia está en declive. La corrupción, la ineficiencia estatal y la desconexión política han facilitado el ascenso de regímenes autoritarios que, lejos de decrecer, mantienen su vigor a pesar de sus dramáticas falencias humanitarias.
El caso de Venezuela es emblemático. Van 25 años de un régimen que se ha encargado de desmantelar institucional y económicamente al país, con un tiránico menú que incluye elecciones robadas (documentadas), 15.700 detenciones arbitrarias entre 2014 y 2023, represión selectiva de opositores, centros de tortura, desapariciones forzadas, entre otros.
Nicaragua, lo mismo. Son 17 años del régimen Ortega-Murillo en el poder a punta de fraudes electorales, represión violenta (355 muertes documentadas), más de 300 presos políticos (incluyendo un obispo, sacerdotes, periodistas, influencers, etc.) y 3.394 ONGs canceladas. En 2021 fue tal el despilfarro autocrático que, para garantizar su quinto mandato, Ortega encarceló, inhabilitó y exilió a 11 candidatos presidenciales opositores.
Un distinto. La república socialista marxista-leninista unipartidista de Cuba también llama la atención. Son 65 años gobernados por el Partido Comunista de Cuba (PCC), el único partido legal y consagrado constitucionalmente como «la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado» (art. 5). ¿La fórmula? Lo de siempre: prohibición de elecciones libres (los candidatos deben ser aprobados por el PCC) y represión opositora (solo en 2021 hubo 1.400 detenidos, de los cuales 793 siguen en esa condición).
¿Y Chile? Hay un dato que preocupa: La desafección democrática. Según la Encuesta CEP, sólo el 52% de la gente considera que la democracia es preferible a otra forma de gobierno. La tendencia se mantiene en los jóvenes (56,6%) y se incrementa en los niveles socioeconómicos bajos (48%). En este desafío tenemos que hincar el diente.
¿Por qué? Porque, con todas sus imperfecciones, hemos aprendido que la democracia es el sistema de gobierno que mejor protege los derechos de las personas -como diría Churchill, «el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás»-. Conocemos demasiado bien los dolores de los autoritarismos como para no preocuparnos de fortalecerla.
La democracia se defiende y para eso nos necesitamos a todos. Las izquierdas, condenando sin matices a los autoritarismos vigentes de «su sector». Las derechas, revisando con cautela los respaldos a fenómenos que puedan ponerla en riesgo (ej. La concentración de poder de Bukele, o la crítica incendiaria anti-institucional de Milei). Pero la manera más efectiva de defenderla no es con palabras grandilocuentes o declaraciones, sino haciendo que la democracia valga la pena. ¿Cómo? Mediante una gestión pública eficiente y acuerdos que respondan a las necesidades de la gente. Solo así tendrá sentido.
Pablo Mira es director de desarrollo de IdeaPaís. Columna publicada en Cooperativa, el 19 de agosto.