Entre gallo y medianoche, mientras el país se preparaba para despedir el 2024, una notaría en Teatinos era testigo de lo que hoy conocemos como la bochornosa compra de la antigua vivienda de Salvador Allende. No sobran explicaciones de por qué esta operación es, de hecho, ilegal –la compraventa ya estaba firmada– y no una “casi ilegalidad”, como ha intentado instalar el gobierno. Ahora los dardos apuntan hacia la ministra de Defensa, Maya Fernández, y la senadora Isabel Allende.
Más allá de la chapucería que involucra a millonarios abogados y asesores de todas las partes involucradas, la verdadera pregunta es: ¿era justificada una compra por más de 2.200 millones de pesos de las casas de Allende y Aylwin en nombre de la memoria? El concepto de memoria ha sido tan manoseado en los últimos años que cuestionar una decisión política que lo invoque como argumento principal es, a lo menos, arriesgado. Veamos.
Originalmente, según las autoridades, se buscaba convertir ambas residencias en casas-museo, con el propósito de “conservar y difundir sus legados”. El Ministerio de Cultura sería el encargado de ejecutar la tarea –ahora solo con la vivienda de Aylwin–, recopilando y sistematizando la memoria de ambos expresidentes. Pero, ¿cuál es el estado actual de los archivos históricos de Aylwin y Allende?
En el caso de Patricio Aylwin, su legado histórico ya está bien resguardado. Tanto la Fundación y Archivo Patricio Aylwin, como la Universidad Alberto Hurtado, conservan documentos, fotografías y obras del expresidente. Además, la fundación recibe anualmente cerca de 90 millones de pesos de parte del Estado para administrar parte de su extenso archivo personal y llevar a cabo la vinculación con el medio.
Para Salvador Allende, la situación es aún más evidente. Desde 2006, la casa de Tomás Moro, donde residió el expresidente hasta el golpe, es monumento nacional y cumple un rol clave en la preservación de su memoria. A esto se suma la Fundación Salvador Allende, que ya resguarda gran parte de los archivos, documentos y testimonios relacionados con su vida. Y no hay que olvidar que el Estado destina anualmente casi 1.700 millones de pesos a la fundación, cubriendo gran parte de sus actividades. A esto se suma la labor de preservación que realiza el Museo de la Memoria, activo fundamental en el cuidado del patrimonio historiográfico del expresidente.
Entonces, más allá de la inconstitucionalidad del contrato, ¿existía una verdadera necesidad estatal de adquirir más propiedades para preservar los legados? Todo indica que no y que, al igual que ocurre con la casa-museo Frei Montalva, tenía más sentido que fueran las propias fundaciones las encargadas de esta tarea. A pesar de las intenciones del gobierno, el Estado no tiene el monopolio de la memoria —¡a Dios gracias!—. De lo contrario, no sólo estaríamos ante un despilfarro de recursos públicos y la constante instrumentalización política de la memoria histórica, sino que tampoco podemos olvidar el sinnúmero de monumentos que se encuentran en lamentable estado producto de la misma burocracia que dice protegerlos. No se preserva la historia del país por el simple hecho de declarar más monumentos nacionales o de adueñarse de más espacios.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Dínamo, el 13 de enero.