Llevamos años hablando del malestar en Chile, malestar que fue “pasto seco” con la violencia inusitada que se vivió el 2019. Malestar que se buscó canalizar mediante una propuesta de nueva Constitución, la cual si bien en ese momento permitió unificar en una sola las miles de demandas individuales de la ciudadanía (la nueva Constitución), no terminó por dar resultado. En efecto, con los ojos del presente es posible plantear que quizás el camino fue equivocado. En su documento “Chile a escala 2020” de “Tenemos que hablar de Chile”, la ciudadanía expresa lo difícil y extremadamente compleja de la experiencia cotidiana que se vive con inseguridad, temor, estrés. Reflejan así la fragilidad de la vida, aquella que si bien han logrado construir -con esfuerzo-, en cualquier momento y por cualquier eventualidad se puede derrumbar.

Ante este panorama, la política parece aún paralizada y desorientada sobre el rumbo a tomar. Poco se ha visto de propuestas que permitan proyectar un camino de solución o señales de acuerdo para avanzar. Al respecto, la mirada de Gonzalo Vial (que recogemos en IdeaPaís en el libro “Gonzalo Vial Correa: política y crisis social” mediante la recopilación de sus columnas) resulta especialmente iluminadora.

Vial, con una capacidad notable, fue capaz de advertir ese malestar y criticó a la incapacidad de la clase política de atender estos dolores sociales, obnubilada por la idea de ser el “jaguar de América”. Lo que resulta especialmente interesante del historiador, fue su observación sobre cuáles eran las raíces más profundas de ese malestar: una crisis moral que crece desapercibida cuya mayor manifestación es la desintegración y debilitamiento de la familia.

La fragilidad de la familia, permite comprender -valga la redundancia- la fragilidad que se experimenta de la propia vida. Un estudio que realizamos en IdeaPaís que es coincidente con la literatura, muestra que una madre sola, tiene mayores dificultades para sacar adelante a sus hijos y su hogar reflejado en la mayor probabilidad de caer en la pobreza. Así también quienes cohabitan presentan mayor probabilidad de pobreza quienes están casados. Por su parte, cuando uno de los padres se ausenta, hay mayor probabilidad de que los hijos deserten o caigan en conductas de riesgo como el consumo de drogas, principalmente dado por el menor involucramiento del padre en la vida de sus hijos.

En definitiva, ante una vida llena de incertezas dadas por la falta de seguridades sociales, las crisis económicas, entre otros, el debilitamiento de la familia sólo agudiza esa inseguridad.

Atender esta realidad, nos interpela fuertemente ante el tipo de soluciones que hemos propuesto y debiéramos entregar. En efecto, por más urgente que sea dar solución a los problemas de listas de espera, seguridad o educación, ello es sólo el remedio que permite calmar el dolor para entrar a tratar la enfermedad: la crisis de la familia. No enfrentar la crisis de la familia, significa persistir en medidas parche, costosas, poco eficientes y seguir profundizando la raíz más profunda del malestar. Esto requiere de altura de miras y salir de las trampas ideológicas que impiden atender los impactos que tiene en nuestra sociedad la desintegración de la familia. Lejos de tratarse de una obsesión ultraconservadora, la evidencia es contundente en señalar su relevancia para el bienestar social y de cada una de las personas.

Magdalena Vergara, es Directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 10 de enero.