Mujeres pariendo en pasillos, falta de acceso a atención médica adecuada y saneamiento decente, hacinamiento, y abuso y acoso sexual por parte de guardias, son algunos de los tratos vejatorios que sufren en silencio las mujeres privadas de libertad y que cada cierto tiempo los titulares denuncian. Nos escandalizamos. Exigimos. Condenamos. Pero la cultura del descarte se encarga que estos indignos y estremecedores eventos se olviden lentamente entre todas las injusticias del diario vivir.
Sin duda, el caso más emblemático es el de Lorenza Cayuhán, quien en 2016 tuvo que parir engrillada a su hija Sayén. A partir de este caso, se impulsó el proyecto conocido como ley Sayén, que busca suspender la sentencia penal y la prisión preventiva respecto de mujeres embarazadas o de aquellas que tengan hijos menores de tres años.
Sin embargo, la necesaria aprobación de este proyecto de ley está lejos de solucionar los problemas de la población penal femenina, pues su causa radica, principalmente, en un sistema penal patriarcal que ha invisibilizado a toda una población. En efecto, la criminología se ha enfocado históricamente en explicar el comportamiento desviado de los hombres, desconociendo las particularidades de las mujeres. Ignorando que el género también es una dimensión que estructura el mundo del delito. Lo anterior ha devenido en la completa ausencia de políticas penitenciarias con enfoque de género, que favorezcan y posibiliten su real reinserción. Por tanto, vale la pena relevar cómo se diferencian ambas poblaciones penales.
En primer lugar, cabe señalar que en las últimas décadas ha existido un crecimiento explosivo de la población penal femenina en el mundo, y Chile no es la excepción. Mientras que la población promedio de hombres entre 1991 y 2015 aumentó en un 249%, en el caso de las mujeres fue de un 568%.
En segundo lugar, las trayectorias de vida y formas de delinquir varían entre mujeres y hombres. Las primeras son tres veces (sí, tres) más propensas a haber sido abusadas sexual, verbal o físicamente en la infancia que los hombres, y el 69% reporta haber experimentado violencia física o sexual en alguna relación de pareja. De igual forma, los delitos por los que las mujeres suelen ser privadas de libertad son aquellos catalogados usualmente como “delitos de pobreza”, como el tráfico de drogas y el hurto (asociados a necesidades económicas). No así los cometidos por hombres en su mayoría delitos violentos.
Por último, el impacto individual y familiar de la encarcelación de mujeres es muy distinto al de los hombres. El 70% de las mujeres encarceladas sufren de algún problema de salud mental (depresión, ansiedad), mientras que en los hombres la cifra ronda el 50%. A esto se suma que las mujeres reciben considerablemente menos visitas que los hombres al ser sancionadas también por los roles de género por haber contravenido el papel que le corresponde como esposa y madre. Así, las mujeres privadas de libertad cargan con una doble condena: la sentencia y el reproche social.
Teniendo en cuenta estas diferencias, y dado que los sistemas correccionales fueron diseñados para la población masculina, una estrategia de reinserción exitosa para las mujeres debe tener en cuenta las diferencias anteriormente descritas. Ellas requieren especial atención, ya sea por sus necesidades específicas, por los efectos sociales que tiene su encierro o por las razones e historias de vida que las llevan a esa situación.
En efecto, las trayectorias de vida de estas mujeres nos recuerdan que no podemos descansar en la idea de que la pena es suficiente para reparar el comportamiento desviado. Pecaríamos de ignorantes o, peor aún, de negligentes si esperamos que una condena resuelva los problemas sociales que el acto delictual esconde.
No hay que confundirse: la vida en común necesita de normas de convivencia cuya violación requiere una sanción adecuada. Pero privar de libertad no debe traducirse en privar de dignidad. En efecto, si toda persona tiene una dignidad intrínseca e independiente de cualquier consideración, no importa si vive en el medio libre o no; tenemos la responsabilidad de reconocer y garantizar de manera concreta la dignidad tantas veces despojada. Y eso implica ampliar y fortalecer los programas de reinserción con enfoque de género y no hacer caso omiso de las condiciones deplorables de nuestras cárceles, que no hacen más que degradar al ser humano, imposibilitando aún más su reinserción social.
Emilia García, Investigadora de IdeaPaís, publicada por diario El Mercurio, en la edición del 02 de Marzo de 2023