El debate en torno a la reforma de pensiones se ha tomado la agenda, y la discusión se ha entrampado en eslóganes maximalistas que no permiten avanzar para resolver una de las principales deudas sociales que tiene nuestro país. La discusión -reduccionista e insoportablemente ideologizada- se ha dado sobre todo en el plano de los principios (cuestión que también es relevante, por cierto), incluso ha habido exponentes de la derecha que han sostenido que la defensa de la libertad y del mérito individual serían absolutamente incompatibles con la supeditación de estos mismos principios al bien común, y por ende, con abrirse a negociar que algunos puntos minoritarios de la cotización del trabajador puedan distribuirse solidariamente, aún cuando se mantienen lógicas generalizadas de capitalización individual. No obstante todo esto, en esta columna me permito devolver la mirada hacia una dimensión más pragmática del problema, sobre la cual poco se ha comentado: me refiero a la relación entre la mejora de nuestras pensiones y la informalidad laboral.
Según los últimos datos del INE, la tasa de desempleo en Chile se ubicó en un 8,7% y la de ocupación informal fue de un 27,0%, creciendo en 3,6 (pp) respecto al trimestre anterior. En la región, la desocupación fue de un 4,7 en el último trimestre y la informalidad de un 28%, por lo que este sigue siendo uno de los principales problemas laborales de la región (en la región son 115.334 personas que trabajan en esta condición).
El empleo informal es uno de los principales desafíos de nuestro país y guarda estrecha relación con el bienestar/malestar social. Detrás de los trabajadores informales se esconden una serie de problemas muy importantes que afectan a las familias de Chile y de nuestra región: (1) los trabajadores informales tienen una mayor propensión a percibir menores ingresos que los trabajadores formales; (2) los trabajadores informales poseen mayores posibilidades de que sus familias caigan bajo la línea de la pobreza ante un eventual caso de despido o pérdida de empleo; (3) los trabajadores informales presentan una mayor dificultad en el acceso a bienes esenciales, hoy tan difíciles de alcanzar, como la vivienda; y por último, (4) los trabajadores informales, por encontrarse fuera de la seguridad social, no cotizan en materia de salud ni jubilación, afectando la sostenibilidad de ambos sistemas.
Al discutir sobre aquellas cosas esenciales que guardan relación con la dignidad de las personas, sin duda que la dignidad del trabajo es una de ellas. El trabajo debe ser un motor de desarrollo y de transformación de la realidad de las personas y sus entornos, cuestión que no ocurre cuando este se encuentra precarizado y no goza de garantías fundamentales. Por su puesto que también existe el trabajo independiente, personas que cobran por servicios externos que brindan a un tercero a través de sus propias compañías o sociedades (esta es la razón de las boletas a honorarios), sin embargo, todos sabemos que en Chile existen muchos trabajadores que en realidad cumplen con horarios y funciones definidas, y que albergan una relación de dependencia con su empleador, a los cuales se les paga con esta figura, aun cuando la misma no aplica.
El problema de la informalidad resulta crucial a la hora de abordar la mejora en las pensiones de los jubilados futuros. A fin de cuentas, la cotización se realiza a partir de un salario concreto en que al trabajador se le pagan sus imposiciones, si esto no ocurre, no habrá dinero dirigido a jubilación, y por lo tanto, la discusión ideológica y técnica sobre cuántos puntos de cotización se destinan a cada una de las lógicas, se vuelve estéril. Así las cosas, me parece fundamental que la discusión acerca de la reforma previsional no pierda de vista esta dimensión más pragmática. Si no queremos realizar una reforma que no pueda hacerse cargo de las nuevas “lagunas” de cotización que pueden ocurrir en el futuro, debemos poner atención al mercado del trabajo e intentar reducir el desempleo y la informalidad, poniendo especial atención a los factores que los incentivan: falta de crecimiento económico y poco dinamismo en el mercado laboral, estancamiento, rubros productivos con mayor propensión a la informalidad a los cuáles quizás debieran imponérseles exigencias, y por cierto, también colocar atención a lo que ocurre con el empleo público, que crece indiscriminadamente en estos días. No es novedad para nadie que el Estado también concentra altísimos niveles de informalidad laboral, los cuales resultan dramáticos tanto para la seguridad social de los trabajadores como para la sostenibilidad financiera del propio Estado, toda vez que los trabajadores demandan millonariamente -y con justa razón- al Estado cuando renuncian o son despedidos. Pareciera ser que el Estado es mucho más lento en fiscalizarse a sí mismo que a los privados en materia de justicia laboral.
Matías Domeyko, director regional de IdeaPaís en Los Lagos. Columna publicada en El Líbero, el 11 de enero.